El lenguaje popular acuñó la frase según la cual “El que nada debe, nada teme”, quiere decir que una persona cumplidora de su deber, respetuosa de la ley y de las normas que regulan su actividad, no tiene motivo para preocuparse por la existencia de organismos que la puedan vigilar, investigar o juzgar.
Muy seguramente, si los encargados de ejercer tales funciones son imparciales y probos, esa persona saldrá airosa en cualquier actuación o proceso que se inicie en su contra. Desde luego, sobre la base de un debido proceso ante jueces imparciales.
Ahora bien, no se entiende ni se justifica la actitud asumida por el Fiscal General y algunos magistrados en el sentido de obstaculizar la aprobación de una reforma constitucional que cambie la ineficiente Comisión de Acusaciones de la Cámara de Representantes por un Tribunal de Aforados.
En el estado de derecho todos los ciudadanos y todos los funcionarios, -inclusive los de mayor rango- deben entender que están sometidos al imperio de la ley y sujetos a la posibilidad de que su conducta sea investigada, examinada, y juzgada. No pueden existir grupos de ciudadanos exentos de responsabilidad ni excluidos del escrutinio de sus jueces naturales. En fin, aunque los fueros se justifican para que los altos dignatarios sean juzgados por sus pares y no por sus inferiores, precisamente la misma dignidad de su investidura, les exige mayor transparencia y su pleno sometimiento a la Constitución y a las leyes.