El artículo 44 de la Constitución proclama los derechos fundamentales de los niños, uno de los cuales consiste en ser protegidos contra toda forma de abandono, violencia física o moral, secuestro, venta, abuso sexual, explotación laboral o económica y trabajos riesgosos.
La misma norma declara que “los derechos de los niños prevalecen sobre los derechos de los demás”.
Además, están los tratados y convenciones internacionales sobre derechos de los niños, y la abundante jurisprudencia de la Corte Constitucional a ese respecto.
Sin embargo, cuando el país recibe aterrado las informaciones, prácticamente diarias, acerca de toda clase de abusos y violencia carnal, abandono, tortura, venta, secuestro, reclutamiento forzado, explotación y trabajos riesgosos, utilización para fines de pornografía o mendicidad, homicidio y las otras mil formas de conductas delictivas que tienen lugar en contra de los menores a lo largo y ancho del territorio y en todos los estratos sociales, muchas veces por parte de sus propios familiares, o -peor todavía- con la autoría, complicidad o coparticipación de madres desalmadas, no solo se concluye que esas bien intencionadas normas y providencias se han quedado en la pura teoría, totalmente superadas por una cruel realidad, sino que nuestra sociedad se encuentra enferma, en una grado de enfermedad progresiva y de muy difícil recuperación.
Cuando se nos dice que jueces de la República conceden beneficios, rebajas de pena, casa por cárcel o libertad a individuos que han confesado, se les ha probado o han sido sorprendidos en flagrancia, habiendo maltratado, torturado, violado o asesinado a niños -inclusive en su más tierna infancia-, o cuando jurisprudencias de altos tribunales sostienen que no se trata de beneficios sino de verdaderos “derechos”, y que -contra la Constitución- prevalecen sobre los derechos de los niños, tenemos la desagradable sensación de que la fuerza bruta, la violencia, la cobardía y la sevicia están derrotando en Colombia al Derecho y a su valor fundamental, la justicia.
Rechazamos la justicia por mano propia, y no aceptamos, porque nos conduciría al más absoluto caos, que una comunidad -como ya ha ocurrido varias veces en días recientes- se abalance furiosa, ciega y enloquecida sobre el delincuente para lincharlo. Pero, si bien no se justifica semejante conducta, ella es comprensible, y el Estado –particularmente los jueces y magistrados- deben tomar atenta nota de tales brotes de violencia colectiva, que significan vindicta, rabia y desesperación, porque tan grave fenómeno revela que nuestra justicia está fallando, y no propiamente en el sentido de sentenciar.