Reflexión (68)

“Estaba sentado en el cálido moho de la escalinata de la entrada y pensaba en el deseo imperioso de mi padre de que me hiciera médico; es decir, en alguien capaz de liberar de sus dolores a gente como él. Yo lo amaba por su confianza, pero lo maldecía por la agobiante carga que me endilgaba con su conmovedor deseo.
 
Ahora, por fin, creo saber lo que me obliga siempre, una y otra vez, a emprender ese viaje hasta las afueras para visitar la escuela: deseo regresar a esos minutos en el patio escolar, en los que nos habíamos despojado del pasado sin que todavía hubiese empezado el futuro. El tiempo se interrumpía y contenía el aliento de un modo como no lo hizo después jamás. (…) ¿…se trata del deseo –ese deseo patético, parecido al sueño- de estar otra vez en aquel punto de mi vida y de poder emprender un rumbo completamente diferente del que ha hecho de mí lo que ahora soy?
 
Hay algo especial alrededor de ese deseo, tiene cierto sabor a paradoja y a singularidad lógica. Pues quien lo desea no es ya aquel que, no tocado aún por el futuro, está en la encrucijada del camino. Más bien se trata de alguien marcado por un futuro ya transitado que se ha convertido en pasado, alguien que desea volver atrás para revocar lo irrevocable.
 
Volver a estar sentado en el cálido moho, sosteniendo la gorra en la mano; ése es el paradójico deseo de viajar a ese tiempo que queda a mis espaldas y de llevarme a mí mismo –el ser marcado por lo acontecido- en ese viaje. ¿Es posible imaginar que el joven de entonces se haya resistido al deseo de su padre y no haya pisado la sala de conferencias de la facultad de Medicina, tal y como añoró a veces en la actualidad? ¿Podría haberlo hecho y seguir siendo yo? Por esa época, no tenía el punto de apoyo de la experiencia sufrida, a partir del cual pude desear tomar otro atajo cuando me vi en la encrucijada. ¿De qué me serviría, pues, dar marcha atrás al tiempo y transformarme de nuevo, borrando experiencia tras experiencia…"  Tomado del libro “TREN NOCTURNO DE LISBOA” de Pascal Mercier.
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Reflexión de la semana: I Ching

22 Sep 2014
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“Cuando uno se halla envuelto en un pleito, lo único que podrá traerle salvación es una vigorosa y firme serenidad, dispuesta en todo momento a la conciliación del pleito, al arreglo a mitad de camino. Continuar la querella hasta su amargo fin acarrea malas consecuencias, aun cuando uno concluya teniendo razón, puesto que en tal caso se perpetúa la enemistad. Es importante ver al gran hombre, vale decir a un hombre imparcial, cuya autoridad sea suficiente como para solucionar el pleito en forma pacífica o bien para fallar con justicia. Por otra parte, en tiempos de discordia es preciso evitar “atravesar las grandes aguas”, vale decir iniciar empresas riesgosas, pues éstas, si han de tener éxito, requieren una real unificación de fuerzas. El conflicto en lo interior paraliza la fuerza necesaria para triunfar sobre el peligro en lo exterior.
 
En la lucha con un adversario superior, la retirada no es ninguna vergüenza. El retirarse a tiempo evita malas consecuencias. Si instigado por un falso amor propio, uno promueve el conflicto, provocaría su propia desgracia. En un caso semejante, una sabia transigencia redunda en bien de todo el vecindario que, de esta manera, no se verá arrastrado al conflicto”. I Ching.
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“Yo era un padre feliz viendo cómo Lucrecia ocupaba a mi lado el lugar de una reina joven, he conocido de muchas maneras la ternura y los afectos que conmueven las entrañas y por eso sé que no hay nada más dulce para un hombre que sentir entre sus brazos a una hija adolescente, flor de la propia sangre que se hace mujer, me hubiera gustado tener siempre su cuerpo ya lleno y todavía frágil protegido bajo mi manto, guardarla de todo mal escondiéndola dentro de mi capa y abrazándola, pero también se me ensanchaba el corazón mostrándola al mundo para decir ésta es mi hija tan amada, rendidle homenaje y adoradla los que queréis encontrar gracia ante mis ojos, la visitaban los embajadores que acudían a Roma, y recibía súplicas y peticiones para hacerlas llegar después a las manos del papa”. Tomado del libro Borja Papa de Joan F. Mira. Pag.221.

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“La sola cosa que nos consuela de nuestras miserias es la diversión, y, sin embargo, ésta es la mayor de nuestras miserias. Porque es ella principalmente la que nos impide pensar en nosotros. Sin ella caeríamos en el fastidio, y este fastidio nos conduciría a buscar el medio más sólido para salir de él. Pero la diversión nos distrae, y nos hace llegar insensiblemente a la muerte.
 
Quien no ve la vanidad del mundo, es que él es, en sí mismo, muy vano. Así, ¿Quién no la ve, excepto los jóvenes que están todos en el ruido, en la diversión y en el pensamiento del porvenir? Mas quitadles la diversión y les veréis secarse de fastidio; sienten entonces la nada sin conocerla; que es ser bien desgraciado caer en una tristeza insoportable cada vez que hay que considerarse y en que no hay diversión.
 
Si nuestra condición fuese verdaderamente feliz, no nos sería preciso divertirnos para ser dichosos. Poca cosa nos consuela, porque poca cosa nos aflige.
 
Nada hay tan insoportable para el hombre como el de permanecer en pleno reposo, sin pasión, sin negocio, sin diversión, sin aplicación. Siente entonces su nada, su abandono, su insuficiencia, su dependencia, su impotencia, su vacío. Incontinenti, saldrán del fondo de su alma el fastidio, las negruras, la tristeza, la pena, el despecho, la desesperación”. Pensamientos de Blaise Pascal.
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