La intervención del Estado en la economía -para implantar y hacer valer los conceptos de razonabilidad y proporcionalidad en las distintas actividades que emprenden los particulares en ejercicio de la libre iniciativa privada, así como para asegurar el acceso a los bienes y servicios por parte de todas las personas, en especial las de menores ingresos- es inherente al Estado Social y Democrático de Derecho.
Esa intervención implica un papel activo del Estado y, en el contexto de las instituciones vigentes, tiene por objetivo prioritario –sin que sea el único- la satisfacción de las necesidades propias de los seres humanos, entendiendo que éstos, sin discriminación alguna, son titulares de una dignidad que expresamente les reconocen los artículos 1, 2, 5 y 13 de nuestra Constitución, entre otros preceptos.
Esta concepción, por su mismo enunciado, rechaza por igual el totalitarismo y la libertad sin límites, y exige de los órganos y ramas del poder público una plena conciencia acerca de los valores constitucionales y sobre el papel de cada uno para lograrlos.
Desde luego, no se trata de instaurar un régimen que ahogue la iniciativa privada, ni un sistema en el cual el Estado se posesione de las empresas o haga imposible e impracticable el ejercicio de su libertad, sino de un ordenamiento que tiene señalados unos valores, unos principios y unos derechos individuales y colectivos que no pueden quedar en la pura teoría, ni depender de la voluntad de cada uno en el sentido de realizarlos, cumplirlos y respetarlos o no, pues, como resulta del artículo 2 de la Carta Política, las autoridades no solamente han sido establecidas para proteger a todas las personas en su vida, honra, bienes, creencias y demás derechos y libertades –esa es su función esencial-, sino también –e igualmente con carácter esencial- para "asegurar el cumplimiento de los deberes sociales del Estado y de los particulares".
Se trata, en últimas, de que los distintos sectores deben integrarse y encaminar sus actividades hacia el logro de los objetivos comunes, bajo la dirección del Estado, previa una planeación imperativa para el sector público y en principio indicativa para el privado –con la posibilidad real de intervención cuando sea necesario-; y también mediante la concertación, todo dentro de los parámetros que establezcan las leyes.
Exactamente lo contrario de lo que hoy por hoy ocurre, ya que los excesos del capitalismo salvaje y del neoliberalismo en lo económico implican que cada cual quiera ir por su lado y alcanzar sus propios objetivos, defender sus propios intereses y ganar cuanto se pueda, sin importar si para ello –al amparo de la concepción maquiavélica en boga- es necesario arrasar con los derechos de los otros, quebrar el orden jurídico, interpretar a conveniencia las normas y manipular a las instituciones.
Este panorama se torna todavía más grave en la medida en que el Estado abandona su papel de árbitro, pierde su imparcialidad y establece alianza con sectores o grupos, en detrimento de los demás.