El sistema democrático resulta imposible si no están garantizados la separación de funciones públicas y el reparto adecuado del poder, como lo demostró hace siglos el Barón de Montesquieu en "El espíritu de las leyes", y como lo proclamaba paladinamente el artículo 16 de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789.
Eso explica el que toda Constitución que se considere afiliada a los principios de la democracia liberal tenga, como algo elemental y necesario a su composición -a título de verdadero presupuesto de su misma existencia- una distribución de competencias y atribuciones que evita la concentración del poder, el abuso del mismo y la indebida injerencia de un órgano en las funciones exclusivas de otro. Toda función, dentro de ese criterio, tiene norma previa que la contempla y que le fija sus limites, sus motivos y su oportunidad. Y -tal como lo hace el artículo 122 de la nuestra, las constituciones suelen prohibir a los distintos órganos y funcionarios inmiscuirse sin autorización normativa en la atribuciones de los demás.
En el Estado de Derecho, tan ligado al sistema democrático, no prevalecen entonces los intereses, los apetitos o el deseo del gobernante de turno -como en las afortunadamente desaparecidas monarquías absolutas o en las tiranías-, sino que todas las ramas y órganos del poder público y todos los funcionarios, así como los gobernados, están sujetos a un orden jurídico previamente establecido y promulgado, lo que supedita el ejercicio de todo poder a las disposiciones constitucionales y legales.
En lo que se refiere a una de esas funciones estatales, la administración de justicia -Juris Dictio, "decir el Derecho"-, está confiada a una rama independiente y autónoma cuyas decisiones se adoptan bajo el criterio exclusivo de aplicar la Constitución y la ley al caso controvertido, y no de acuerdo con la voluntad presidencial, ni según conveniencias políticas o de otra índole. Tales decisiones son vinculantes para todos y respecto a ellas el único papel del Ejecutivo es el de respetarlas y hacerlas respeta .
Grave síntoma de ruptura del sistema democrático y de crisis del Estado de Derecho sería el de un gobierno que pretendiera someter a los jueces a su arbitrio, o que buscara condicionar los fallos de conformidad con sus propias directrices, por motivos políticos, o -más grave todavía- por supuestas "razones de Estado". Y peor sería que los jueces lo permitieran.
Allí fundamos nuestro respaldo a la Corte Suprema de Justicia en la actual circunstancia, en la cual, contra todo principio de respeto, el Gobierno la quiere someter.