En ejercicio de facultades extraordinarias otorgadas por el Congreso de la República, el Presidente Juan Manuel Santos ha dispuesto, mediante el Decreto 019 del 10 de enero de 2012, la eliminación de numerosos trámites y procedimientos engorrosos, orientados -como lo decíamos en columna anterior- a mortificar al ciudadano tanto para el ejercicio de sus derechos como para el cumplimiento de sus obligaciones.
Todas esas exigencias correspondían a una visión corta que presume la mala fe del gobernado y que, ingenuamente, considera superada la dificultad con el establecimiento de talanqueras y obstáculos formales que nada garantizan sobre la autenticidad o veracidad de documentos y peticiones, pero que enredan las actuaciones de aquél ante las autoridades.
Esa presunción de mala fe es abiertamente inconstitucional, pues el artículo 83 de la Carta Política consagra lo contrario: “Las actuaciones de los particulares y de las autoridades públicas deberán ceñirse a los postulados de la buena fe, la cual se presumirá en todas las gestiones que aquéllos adelanten ante éstas”.
Suponer, por ejemplo, que la firma puesta al final de un documento por parte de quien lo otorga no es auténtica -es decir, que no proviene de él sino que es falsificada- salvo que se encuentre refrendada por el sello y la garrapateada rúbrica de un notario, es algo que desconoce la realidad, pues de una parte generaliza un principio irrazonable de desconfianza y de otra da por hecho que el notario puede, a ciencia cierta y sin posibilidad de equivocación técnica, certificar que la firma presentada es auténtica, y que en efecto ha verificado que así es en el caso concreto. La experiencia demuestra que muchos notarios suscriben autenticaciones por montones, sin mirar (un empleado suyo pasa las hojas), mientras hablan por teléfono o conversan con otra persona.
Lo propio ocurre con la extendida e inútil exigencia de entidades públicas y privadas en el sentido de acompañar la firma por una huella digital borrosa, de tal manera que los burócratas están convencidos de que un documento es tanto más auténtico cuanto más manchado y arrugado, sin que desde luego en cada caso la oficina correspondiente se encuentre en capacidad de verificar si la huella en verdad corresponde o no a quien estampó la firma.
Además, sabemos muy bien que la proliferación y complejidad de los trámites solamente logran agigantar el poder de los mandos medios y bajos, mortificando al ciudadano, e incrementar las oportunidades de los corruptos.
Este es un conjunto de medidas que, como lo dijo el Jefe del Estado, permitirá modernizar y hacer más transparente la actividad pública y agilizar también la privada.
Ahora bien no se descarta que algunos ciudadanos en efecto puedan actuar de mala fe. Entonces, el modo de proceder el Estado, como acontece en muchos países, ha de cambiar sustancialmente: se presume la buena fe, pero si ella se desvirtúa en un caso concreto, probando la mala fe (la carga de la prueba corre a cargo del Estado), la sanción debe ser fuerte y ejemplar.