Los resultados de la votación del 2 de noviembre sobre el referendo convocado en el Estado norteamericano de California indican que los votantes, en su mayoría, decidieron rechazar la propuesta de legalización “recreacional” de la marihuana, la conocida como Propuesta 19.
Si, como muchos proclamaban dentro y fuera de California, la iniciativa consultada hubiese alcanzado la mayoría de votos por el “sí”, lo tendríamos ahora como el primer Estado en admitir plenamente la comercialización y uso de la mencionada sustancia, lo que habría sentado un precedente y habría dado lugar a réplicas de la propuesta 19 en otros estados.
Debo decir que me complace esa decisión popular porque mediante ella ha quedado al menos temporalmente protegida buena parte de la población, especialmente la juventud, que habría caído muy seguramente en la drogadicción por cuanto la venta libre del producto habría estado acompañada de publicidad y de ese pernicioso elemento que llamamos “moda”, que despersonaliza y arrastra. Y eso que en los Estados Unidos se consideran mejor preparados que nosotros para asumir esa clase de desafíos, lo que de todas maneras es discutible si se cotejan los altos niveles de delincuencia juvenil que allá se registran –también en Colombia- como consecuencia del consumo de estupefacientes.
Ya, en el caso colombiano, el Presidente Santos había anunciado con razón que si esa propuesta se aprobaba nos veríamos en la necesidad de revisar nuestra política en materia de lucha contra los narcóticos, dada la injusticia implícita en un esquema en que Colombia habría seguido poniendo los muertos y asumiendo los riesgos inherentes a esa lucha, pero en territorio californiano habría sido autorizada la distribución de las sustancias aquí prohibidas.
Afortunadamente, esa hipótesis no se configuró, pero en cambio el tema de la legalización de las sustancias alucinógenas se ha vuelto a plantear en el país, y aunque lo planteado en California no aludía sino a la marihuana, ya hay en Colombia quienes manifiestan su deseo de que se legalicen todos esos dañinos instrumentos de alucinación.
Para los partidarios de la legalización, el prohibicionismo no ha servido para nada, y al abrir de par en par las puertas para la distribución legal de los sicotrópicos se acaba el negocio de los narcotraficantes.
No me aparto de eso. Probablemente tienen razón si hablamos en términos de mercado. Pero yo no quiero referirme al tema desde ese punto de vista. Quiero estudiar el fenómeno desde la perspectiva de la sociedad, de las familias y de las propias víctimas de ese comercio infame, que aunque sea legal siempre será ilícito en cuanto destructor de la persona humana.
Considero que la legalización implicaría necesariamente la facilidad de adquisición por parte de todo el mundo; la puesta y oferta de las drogas en los establecimientos de comercio; la propaganda; el estímulo de la última moda; las campañas de convicción organizadas por los vendedores –“pruébela, que no pasa nada”-; el consiguiente aumento del consumo; el ingreso de muchos nuevos jóvenes y adultos a la cofradía de la drogadicción y la dependencia; la destrucción de más familias; la pérdida de control por las autoridades, y el incremento de los delitos cometidos bajo el nefasto influjo de los narcóticos.
¿Bonito el panorama?