Un elemento primordial en lo que respecta al contenido de la Ley de Víctimas que se proyecta, a la cual se le han atravesado algunos con vigor digno de mejor causa, es la igualdad. Según este postulado, que se encuentra expuesto de manera contundente en el artículo 13 de la actual Constitución y en los Tratados Internacionales de Derechos Humanos ratificados por Colombia, todas
las personas tienen derecho al mismo trato de la ley y de las autoridades, sin ninguna discriminación. En cuanto personas, todos somos iguales y debemos ser igualmente respetados y atendidos, y los compromisos del Estado se tienen con todas las personas residentes en Colombia, no con algunas (art. 2 C. Pol.).
Es decir, conforme al principio de igualdad, en aquéllos casos en que hay una misma situación debe preverse y aplicarse la misma solución. Si las situaciones son diversas, naturalmente las soluciones deberán ser distintas.
Ahora bien, la Constitución es clara en lo siguiente: “El Estado protegerá especialmente a aquellas personas que por su condición económica, física o mental, se encuentren en circunstancia de debilidad manifiesta (como las víctimas de la violencia, agrego) y sancionará los abusos o maltratos que contra ellas se cometan” (art. 13 C. Pol.).
Pero es que en materia de víctimas de la violencia, como bien lo ha entendido el Gobierno, no podemos discriminar entre ellas según quien haya sido el victimario, que es lo que pretenden los enemigos de la Ley. Según ellos, las víctimas de agentes estatales o de la Fuerza Pública no deben tener los mismos derechos de las víctimas de guerrilleros y paramilitares. ¿Por qué? Allí no hay ninguna razón
plausible. No son víctimas de peor familia. Tienen la misma condición y deben recibir igual trato.
Toda distinción injustificada es odiosa, y esta todavía más. Decir que los crímenes de los agentes estatales son menos graves que los de otros, es como si aceptáramos que, por ser de agentes estatales, fueron benignos los crímenes de la S.S. y de la Gestapo en la Alemania nazi.
En Colombia, los falsos positivos corrieron a cargo de miembros de la Fuerza Pública, aunque no haya habido una política trazada oficialmente por el Estado, y los tres niños asesinados en Tame (Arauca), al parecer por militares, fueron víctimas de criminales, tan criminales como los demás, o peores.