El escaso sentimiento constitucional colombiano se hace evidente en la circunstancia de haber sido agregados, durante la legislatura que culmina, cuatro actos legislativos: el que elimina los conflictos de intereses de los miembros del Congreso cuando se trata de aprobar enmiendas constitucionales; el que suprime el carácter constitucional de la Comisión Nacional de Televisión; el que condiciona la efectividad de los derechos y las sentencias judiciales a ese concepto inasible de la “sostenibilidad fiscal”, que hará del Estado Social de Derecho nada más que letra muerta; y el que reforma las disposiciones vigentes en materia de regalías.
Es decir, vamos en treinta y tres reformas constitucionales, en cuya virtud el Estatuto original aprobado por los delegatarios ha sufrido mutaciones y desfiguraciones que lo hacen irreconocible.
Pero, además, se anuncian otros cambios. El Gobierno quiere reformar la administración de justicia; y van y vienen propuestas e iniciativas, como las de acabar con el Consejo Superior de la Judicatura, aumentar la edad de retiro forzoso de los magistrados de las altas corporaciones, o subir a doce años el período de los mismos.
Sobre la acción de tutela, ya fuertemente golpeada por el engendro de la sostenibilidad fiscal, no cesan los anteproyectos de reforma, muchos de ellos orientados a su práctica inutilización -aunque proclamando las bondades de la figura, para no alarmar al pueblo-, dando gusto a los nostálgicos de la Constitución de 1886, quienes quisieran además, si pueden, derogar buena parte de la Carta de derechos aprobada en 1991. Otra vez el criterio mendaz que consiste en matar el espíritu pero conservando la letra de las normas, para mostrarlas.
La Constitución se aprobó con un sentido de permanencia que, al decir de la Corte Suprema en uno de sus fallos previos a la Constituyente, quería introducir la paz mediante el reconocimiento de los derechos.
Pero, contra esas buenas intenciones, lo cierto es que el Congreso no ha ejercido de manera responsable su función de reforma, ni los gobiernos han sido serios al presentar sus iniciativas. Han “manoseado” la Constitución para convertir sus principios en meras teorías y para contrarrestar los fallos de la Corte Constitucional. Se le ha tomado demasiada confianza al mecanismo de la reforma constitucional, y una Carta Política formalmente rígida -como corresponde a las constituciones escritas- se ha venido flexibilizando, al punto de convertirse en un ordenamiento provisional y cambiante.