Cuando en 2002 me propuso Horacio Serpa ser su compañero de fórmula con miras a las elecciones presidenciales, acepté, a partir de dos premisas esenciales: 1) Lo hacía en mi condición de conservador, pero en virtud de una clara convicción acerca de mi identidad con el programa de Gobierno y su carácter social, que proclamaba el candidato liberal y que no se encontraba en los otros aspirantes más opcionados; 2) El Partido Conservador -como ahora- no había sido capaz de presentar un candidato propio para la Presidencia de la República y se había plegado al candidato Uribe. Así se adelantó la campaña y así conjugué mis creencias políticas esenciales con el propósito inmediato de lograr, sin marginarme del conservatismo, el acuerdo con un proyecto político fundado en el concepto del Estado Social de Derecho.
He seguido, como un conservador más, observando la evolución de los acontecimientos políticos y expresando mis ideas en los medios de comunicación que han querido abrirme sus puertas.
Hoy, cuando el partido Conservador -cuyo pasado glorioso y cuyo talante exigirían de sus actuales dirigentes mayor dignidad- celebra un humillante acuerdo con Álvaro Uribe para, pese al ropaje programático, intercambiar en realidad todavía no se sabe cuántos ni cuáles puestos en la burocracia por el apoyo a la reelección, debo expresar mi absoluto rechazo a la politiquería y al clientelismo que este convenio delata, y por tanto mi voluntad de retirarme del Partido Conservador, o de aquello en lo cual lo han convertido. Un partido político sin grandeza, que no puede constituirse en opción de gobierno -proponiendo sus propias ideas y candidatos- y que se entrega indefinidamente a una opción ajena, con base en propósitos subalternos, no es el partido al que me acogí cuando me decidí políticamente. Y, como simple ciudadano conservador, debo apartarme de lo que no comparto.
Seguiré profesando mis creencias en torno a la autoridad, la libertad, la moral pública, la justicia social, y la Doctrina Social de la Iglesia. Continuaré, sin mutaciones, mi apego a los principios democráticos y pluralistas acogidos en la Constitución de 1991; mi abierta oposición al neoliberalismo; mi compromiso con el Estado Social de Derecho; mi apoyo a los gobiernos y programas que genuina y sinceramente luchen contra la corrupción y la politiquería; mi adhesión a las fórmulas pacíficas y al diálogo para solucionar el conflicto armado; mi convicción sobre la necesidad de profundizar en la efectividad de los derechos fundamentales y las garantías básicas; mi actitud crítica ante reformas institucionales como las que prohija la actual administración en detrimento de las libertades públicas y de los derechos de los trabajadores; en fin, no habrá de cambiar nada en mi forma de ver el Estado, el Derecho y la política.
Pero ya no me identificaré como miembro de una colectividad cuyos dirigentes han sido inferiores a su tradición, a sus postulados esenciales y a su misma vocación de poder. Esta ha sido sacrificada irremediablemente, sin saber todavía por qué.
El Partido Conservador desaparecerá de la escena política en los próximos años, si es que ya no se diluyó en el uribismo. Bastaron una cantaleta radial del Presidente de la República y unos cuantos abalorios para someterlo.
Todo está consumado. Quienes pertenecimos a la colectividad en seguimiento a su ideología democrática, tenemos que irnos, por sustracción de materia: no hay Partido Conservador. Ha desaparecido en las fauces de la corriente uribista. Tan sólo existen aspiraciones burocráticas y falta de entereza política.