Ha quedado claro, en especial a partir de los hechos de los días anteriores, relativos a la liberación de un condenado por narcotráfico -y ello debe tener consecuencias en el plano institucional-, que, visto y aplicado en su conjunto, el variable e inestable “sistema” penal colombiano dista mucho de corresponder a ese nombre, por cuanto no tiene unos principios centrales ni se ha estructurado con arreglo a criterios definitivos ni según principios consolidados.
El Gobierno y el Congreso deben iniciar cuanto antes, más allá de la búsqueda de responsables inmediatos de la deficiente política criminal en vigor –si es que existe-, un estudio general, detenido y completo de las directrices que el Estado necesita para que todos en Colombia, y también la comunidad internacional, sepamos con certidumbre cuáles son las bases de nuestra legislación en contra de los más graves delitos, como el narcotráfico, el paramilitarismo y el terrorismo.
Fuente indudable de desconcierto, sorpresa y preocupaciones, ha sido precisamente la inexistencia de unas reglas claras y el señalamiento de un paradigma general en lo que atañe a la lucha contra la delincuencia.
Lo que hasta ahora tenemos es contradictorio, a tal punto que la semana anterior se generó polémica entre los autores o promotores de distintas normas hoy vigentes, para decir unos que los responsables de lo acontecido eran los otros, sin que ninguna claridad se haya podido transmitir sobre el tema a la opinión, que mira atónita la increíble sucesión de hechos y la evidente confusión que existe entre los diversos operadores jurídicos.
Esa misma confusión es aprovechada en no pocas ocasiones por los asesores de quienes incurren en las peores conductas, para acudir ante los jueces –no menos confundidos- y derivar provecho de la absoluta carencia de lineamientos jurídicos trazados por quienes tienen a su cargo la formulación del ordenamiento.
Si a ello se agrega que nuestro Gobierno parece haber olvidado las lecciones de Montesquieu sobre el equilibrio de los poderes y las disposiciones constitucionales sobre separación de funciones, y que el Congreso procede dócilmente a hacer cuanto el Ejecutivo le indica en el campo legislativo, a la vez que muchos jueces dan la apariencia de haber perdido el más elemental sentido sobre su función en la búsqueda de la justicia, la postración del Estado, en esta como en otras materias, resulta verdaderamente preocupante.
Es urgente que se reaccione, si se quiere conservar el escaso margen de democracia que todavía nos queda.
Y, por supuesto, corresponde al Gobierno asumir el liderazgo en la materia, para diseñar los esquemas esenciales del sistema penal, que deberán inscribirse a su vez en unas concepciones centrales y en principios de los cuales parta el Estado en lo atinente a la administración de justicia. Al hacerlo, debe pensar más en la formulación de nuevos conceptos que aseguren el acceso efectivo de las personas a los estrados judiciales y la obtención de pronta y oportuna resolución de jueces y tribunales, que en ideas caprichosas, como muchas de la actual administración, de suprimir porque sí, o debilitar, instituciones como la acción de tutela o el control de constitucionalidad.
En síntesis, el Estado colombiano está en mora de principiar a pensar con grandeza en su política de justicia y en su sistema jurídico penal.