La injusta y trágica muerte de Guillermo Gaviria, Gilberto Echeverry Mejía y varios miembros de la Fuerza Pública, secuestrados por la guerrilla e inmolados en el altar de la agresividad y el desvarío, nos ha dejado profundamente conmovidos, tristes, angustiados, pero sobre todo perplejos.
No deja de ser una terrible paradoja, por ejemplo, que dos hombres honestos y valerosos que emprendieron una marcha pacífica en busca de fórmulas también pacíficas de solución del conflicto armado hayan perdido primero su libertad y después su vida, y de modo tan violento e inhumano, precisamente cuando actuaban en desarrollo de su generoso empeño.
Tampoco puede verse sin estupor el hecho de que el crimen se cometa justamente en el momento en que, gracias a intervenciones tan valiosas como las de Alfonso López Michelsen y otros expresidentes de la República, comenzaban a abrirse paso la propuesta y la viabilidad de un acuerdo humanitario que permitiera la libertad de los rehenes en el marco del Derecho.
No menos asombro causa la circunstancia de que un acontecimiento en apariencia feliz –como lo fue la localización por el Ejercito del lugar en que los secuestrados permanecían en cautiverio- se haya tornado en trágico, quizá por un error de cálculo -siempre muy posible en estos casos- y también por la brutal reacción de la guerrilla ante un posible ataque.
Lo cierto es que, si el operativo militar no se hubiera iniciado, los rehenes estarían vivos.
Definitivamente, la historia ha demostrado –con contadas excepciones- que los operativos militares de rescate de rehenes o de personas secuestradas difícilmente logran alcanzar el propósito de su liberación sanas y salvas, y es frecuente, como ahora, que deba el Estado lamentar las consecuencias inmediatas de una acción precipitada que desencadena la muerte de todos o algunos de los cautivos.
El Presidente de la República ha dicho que asume la responsabilidad por lo ocurrido, y ciertamente esa responsabilidad no debería quedarse en el plano teórico sino que, a la luz de la Constitución debería deducirse y hacerse efectiva por los órganos competentes.
Lástima que el acuerdo humanitario no haya sido posible. Lástima esta inútil pérdida de vidas inocentes de personas valiosas.
Una vez más la razón del Estado ha prevalecido sobre el cuidado que merece la protección de la vida humana, y la fórmula de la violencia ha vuelto a arrojar sus trágicos resultados.