Se quejaba por estos días el doctor Alfonso Gómez Méndez de que el país no se hubiera dado cuenta de algunas inconsistencias e inconveniencias de la reforma introducida a la Fiscalía por el Congreso.
Le decía yo a ese respecto que en Colombia se está desarrollando un fenómeno de total divorcio entre lo que ocurre en las esferas oficiales, bien se trate del Congreso, el Gobierno o los tribunales, y lo que dice, sabe y discute la sociedad.
Que haya sido imperceptible o haya pasado inadvertida una modificación constitucional de tanta trascendencia como la que acaba de producirse en cuanto al órgano investigador y acusador, para plasmar reglas que de una u otra forma afectarán al conglomerado, sin debate público, y sin que ni siquiera los abogados lo sepan a cabalidad, es cuando menos una falla de comunicación entre la Rama Legislativa y el pueblo al que representa.
La democracia representativa no es, como algunos lo piensan, una especie de “chequera en blanco”. Los colombianos tienen el derecho inalienable de controvertir, sopesar y analizar los grandes cambios institucionales. Estos no se pueden producir sin un concenso; sin una convicción generalizada acerca de su necesidad y oportunidad.
Obsérvese que temas como la reforma laboral, la política, la pensional, la tributaria –para no hablar del referendo- se convierten en asuntos de la exclusiva reserva de unos pocos especialistas, cuando interesan a todo el país; y el país lee todos los días en los periódicos y escucha en los medios electrónicos, sobre aspectos puramente coyunturales y no sobre la esencia de tales enmiendas a la legislación y a la Carta Fundamental.
En el momento menos pensado nos cambian a la democracia por la monarquía y no nos damos cuenta.