Hace unos días, en esta misma columna, nos dolíamos de la paulatina pérdida de la idea de Derecho en el seno de las sociedades -al menos en algunas, en las cuales parece estarse imponiendo de nuevo, con expresiones económicas, políticas y mediáticas, la ley del más fuerte-, pero a la vez confiábamos en que fueran recuperados en algún momento la fortaleza y la permanencia de los valores jurídicos como elementos indispensables para la convivencia social.
Un fallo proferido la semana anterior por la Suprema Corte de los Estados Unidos ha comenzado a devolver cierta confianza en la justicia frente a las fanáticas concepciones de quienes estiman que la única manera de luchar contra el terrorismo consiste en el absoluto desconocimiento de los mínimos derechos y de las más elementales garantías que el Estado debe brindar a todo individuo de la especie humana por el hecho de serlo.
La doctrina en boga, que es política de Estado después de los ataques del 11 de septiembre, preconizada por la Casa Blanca y practicada especialmente en Afganistán, en Guantánamo y en Irak, había venido convirtiendo en axioma, aceptado por la mayoría, la antijurídica tesis de que los acusados de terrorismo no tenían derechos, por lo cual, al amparo de la cruzada antiterrorista, se los podía encarcelar sin ninguna comunicación con el exterior; aislarlos totalmente y someterlos sin restricción al poder de los interrogadores, quienes debían gozar de plena licencia para lograr sus objetivos sin ningún miramiento.
¿Qué importaban, o qué importan, ante el mesiánico propósito, los Tratados Internacionales sobre trato de prisioneros o los mecanismos jurídicos enderezados a la protección de la libertad personal, como el Habeas Corpus?
La ceguera de esta teoría extrema no permite que se defienda la presunción de inocencia y, por tanto, no deja distinguir entre el sospechoso, el sindicado y el culpable, ni reconoce límites a la actuación de los investigadores, a la par que otorga plena credibilidad a delatores e informantes, vengan de donde vinieren y sean cualesquiera sus motivos.
Aunque la Suprema Corte no ha entrado al fondo en el análisis concreto de los casos que han motivado su pronunciamiento (los de los estadounidenses Yacer Esam Hamdi y José Padilla), ha hecho referencia genérica a la imperiosa necesidad de respetar los derechos de los cientos de prisioneros recluidos en la Base Naval de Estados Unidos en Guantánamo. Y esto golpea sin duda la señalada política.
En providencia proyectada por la Magistrada Sandra Day O´Connor, la Corte Suprema ha dejado en claro que un estado de guerra no es un cheque en blanco para el Presidente en lo relativo a los derechos de los ciudadanos, y que, por tanto, instituciones como el Hábeas Corpus están vigentes.
Así, los prisioneros que mantiene el Pentágono por terrorismo tienen derecho a su defensa; pueden acudir a un abogado; prevalece la presunción de su inocencia mientras no se les demuestre lo contrario en el curso de un debido proceso; y tienen la vía expedita para comparecer, en defensa de su libertad, ante los jueces y tribunales americanos.
Valiosa doctrina que debe mirarse como oportuna reivindicación del Derecho, pues está visto que, pese a lo elemental de los principios jurídicos defendidos, era indispensable que, ante la terquedad de la doctrina extrema, se los ratificara.