Cuando he tenido discrepancias, en el plano político o en el jurídico, con mi profesor de Derecho Probatorio, doctor Fernando Londoño Hoyos, las he expresado, desde luego con el debido respeto. Cuando coincido con él, también debo decirlo, en especial cuando se trata de discusiones trascendentales para el país o para el Derecho.
Lo escuchaba en estos días, desde España, a través del Internet, en su programa radial informativo, que –dicho sea de paso- dista mucho de la frivolidad y superficialidad que caracterizan al periodismo “light” orientado al morbo y al escándalo.
Decía Londoño que lo preocupaba –a mí también me preocupa- la tendencia de la Fiscalía y de tribunales y jueces a acusar, juzgar y condenar a las personas con base en los testimonios interesados de individuos procesados o condenados que, en busca de beneficios, no dudan en declarar bajo la gravedad del juramento cualquier cosa, y que la administración de justicia les cree generalmente, acabando muchas veces con la carrera y con la vida de las personas abruptamente salpicadas por tales testimonios, a los que hemos dado en denominar “ventiladores”.
Creo que el ex ministro ha puesto el dedo en la llaga. Como varias veces lo he expresado en esta columna, en nuestro sistema se ha perdido algo muy importante –esencial en todo proceso-, que es la crítica del testimonio, y diría más: se ha desdibujado por completo la indispensable ponderación de la prueba como fundamento de una condena, tanto en el campo penal como en el disciplinario. Así, sin confrontar con otras pruebas, muchos han sido procesados y hasta condenados a partir del dicho –no examinado debidamente en cuanto a la credibilidad del testigo- de peligrosos delincuentes en busca de rebajas para sus propias penas.
Pero, además, quiero agregar otro adefesio: también se ha eliminado la prejudicialidad, y el Ministerio Público ha arrebatado a los jueces penales la competencia para resolver si una persona es o no responsable por un hecho punible. Y ello porque, en infortunada sentencia, la Corte Constitucional declaró exequible una disposición del Código Disciplinario Único que faculta a la Procuraduría para condenar a un servidor público a la destitución y a la inhabilidad por diez o quince años para desempeñar cargos públicos, por haber incurrido en la comisión de una conducta tipificada como delito, sin que previamente deba seguirse el proceso penal correspondiente. Hasta por homicidio han sido destituidos e inhabilitados militares y funcionarios cuando no se ha tramitado proceso criminal en su contra, o –peor todavía- habiendo sido absueltos.
No se percató la Corte de que establecer si se configura o no una culpabilidad por delito, a título de dolo –que la Procuraduría generalmente presume-, es preciso que se verifique si se está ante una conducta típica, antijurídica y culpable; que se determine si hay en el caso o no causales de justificación o exculpación; y que se prueben los hechos por fuera de toda duda razonable. Ni reparó en que eso solamente lo puede hacer según nuestra Constitución el juez penal, no un funcionario administrativo. Y sobre la base de que el Derecho Penal y el Disciplinario tienen ámbitos distintos –claro que los tienen-, la Corte y la Procuraduría han arrasado con la garantía de la presunción de inocencia.
Así estamos, mi querido profesor.