LA CRUDA REALIDAD DE LA VIOLENCIA

05 Ago 2013
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POR JOSÉ GREGORIO HERNÁNDEZ GALINDO

Para poder proyectar y construir su futuro, los pueblos no solamente tienen el derecho sino también la necesidad de conocer y de preservar la memoria de su pasado y de entender cuáles fueron las causas remotas y próximas de los acontecimientos actuales.

Desde luego, no es fácil mantener el interés colectivo en ese propósito, y sabemos que, en la medida en que el tiempo transcurre y nuevos hechos y situaciones se presentan, si no hay quienes mantengan viva  la atención y se ocupen en seguir el rastro a los sucesos y en consignar su registro –labor que compete  a periodistas, historiadores, investigadores y académicos-, es posible que generaciones enteras ignoren por completo lo ocurrido durante períodos importantes del pasado y los antecedentes de muchos fenómenos que integran su presente.

Conociendo las dificultades que implica emprender el estudio serio y objetivo de una determinada etapa histórica, en particular cuando se trata de temas  tan sensibles para la población como el de la violencia,  la presentación y entrega de trabajos de investigación como el divulgado en estos días por el Centro de Memoria Histórica, titulado “! Basta ya ¡ Colombia: memorias de guerra y dignidad”, elaborado por destacados profesionales e investigadores coordinados por Gustavo Sánchez, es algo que los colombianos debemos agradecer y estimular.

El documento en referencia, cuyo contenido se reparte en cinco capítulos, adquiere una importancia mucho mayor y es muy oportuno en momentos en que se llevan a cabo los diálogos entre el gobierno colombiano y la guerrilla de las Farc con miras a la terminación del conflicto armado al menos con esa organización, tras cinco décadas de muerte y de barbarie. Si uno de los componentes indispensables de un proceso transicional en busca de la paz  está constituido por el conocimiento de la verdad –además de la justicia, la reparación y la garantía de no repetición-, es evidente el alto valor que tienen para dicho proceso tanto este aporte informativo, con sólido respaldo documental, como su sustentación y análisis.

Es importante destacar que el trabajo adelantado es compatible con lo dispuesto por la Ley 975 de 2005 –conocida como Ley de Justicia y Paz-, cuyo artículo 56 habla del “deber de memoria”,  que tiene el sentido de relatar y conservar, desde luego con fundamento, el origen y evolución de los actores armados ilegales. Según ese texto legal, “el conocimiento de la historia de las causas, desarrollos y consecuencias de la acción de los grupos armados al margen de la ley deberá ser mantenido mediante procedimientos adecuados, en cumplimiento del deber  de preservación de la memoria histórica que corresponde al Estado”.  

El Informe –que muestra con toda crudeza la ferocidad y degradación del conflicto armado colombiano a lo largo de más de cincuenta años-  refleja por tanto una realidad muy dura, que en muchos casos resulta totalmente incomprensible y que si no fuera por las pruebas sería muy difícil de creer. Ha afectado a millones de colombianos  de diferente origen regional, político e ideológico y de distinta condición socio- económica, en una verdadera orgía de sangre que nos avergüenza ante el mundo, y que no podemos permitir que se prolongue en perjuicio de las nuevas generaciones. El repaso de los hechos, estadísticas y datos  allí registrados, además de doloroso, debería llevar a que, si acaso el lector no había tomado conciencia sobre la gravedad de lo que nos ha ocurrido –el Presidente de la República ha sido el primero en declarar que tocamos fondo y en reconocer que inclusive agentes estatales han cometido en nuestro suelo crímenes atroces-, y si no se había convencido  acerca de la urgencia de hacer la paz en Colombia, lo haga definitivamente y se proponga contribuir personalmente para lograrla.

Como el prólogo del Informe lo subraya, también, al lado de la violencia, se debe reconocer que en Colombia existe una gran capacidad de resistencia y una creciente confrontación de memorias y de reclamos públicos de justicia y reparación. Eso es muy importante, porque nos muestra que los  trabajos de investigación que se adelantan, cada vez con mayor interés y por más instituciones, no constituyen esfuerzos inútiles, y en cambio contribuyen de manera decisiva a propiciar las condiciones necesarias para la reconciliación.

Por otra parte, un riguroso examen de las circunstancias en medio de las cuales han tenido lugar los hechos de violencia y una verificación histórica respecto a la manera como se han ido gestando y creciendo los ambientes propicios y el caldo de cultivo para que aquéllos se hayan consumado, nos reafirma en la convicción de que, por una parte –y así lo prueba cuanto ha pasado en la última década- la violencia no se contrarresta con una violencia igual o mayor, y, por otra, las múltiples expresiones de la misma tienen tras de sí todo un entramado de antecedentes y de factores actuales de orden político, económico y social que no hemos sabido afrontar, y hacia los cuales es preciso dirigir la mirada para examinar los posibles correctivos y la necesaria reorientación de las políticas públicas y del papel del Estado y de la sociedad. No sólo del gobierno, sino también de los legisladores,  los jueces,  los organismos de control,  los partidos y movimientos políticos, los empresarios, los  gremios, los sindicatos, las instituciones educativas, los medios de comunicación, para mencionar apenas algunos sectores.

El Informe da cuenta de hechos de magnitud mucho mayor de la que todos pensábamos, porque además de recopilar en un solo conjunto  un mundo de datos y acontecimientos que quizá pasaron desapercibidos o que se olvidaron fácilmente por causa de la desenfrenada sucesión de las noticias diarias, se ocupa en ubicarlos en el escenario histórico, político y social correspondiente, indagando hasta donde es posible las causas que han determinado, en ciertos períodos, una intensificación del conflicto o la aparición de nuevos grupos violentos o de nuevas modalidades de acción subversiva o delictiva.

A veces en Colombia se tiende a proclamar el enemigo público número uno de la sociedad; al autor o al promotor  de todo crimen, y la ciudadanía se ve llevada de tiempo en tiempo a las calles y a los medios para protestar contra ese enemigo, cual si fuera el único, y como si su  destrucción –claro, mediante la guerra-  pudiese traer como por encanto la paz que todos anhelamos. Recuérdese, por ejemplo, la marcha del 4 de febrero de 2008, que no fue convocada por el gobierno de entonces contra la violencia sino contra las Farc.

Pero la realidad es otra. En este país la violencia ha tenido muchos actores, algunos de los cuales ya no está vivos o no están operando –organizaciones armadas, como el M-19 que se desmontaron y que se vincularon a la institucionalidad-, y otros que han surgido en los últimos años, y sería torpe asignar toda la responsabilidad de los hechos a un solo grupo o a una sola tendencia ideológica. Son muchos los que  -incluidos los partidos políticos a mediados del siglo pasado-, han hecho uso de las armas, de la violencia, de la tortura y del crimen, con inmenso daño al país y a los derechos humanos, dejando en su camino miles de víctimas inocentes, y  arrastrando a nuestra sociedad a la grave situación de guerra en que nos encontramos. Lo han hecho  los guerrilleros delas Farc, los del ELN, los del M-19, los del EPL, los narcotraficantes, los paramilitares, las actuales bandas criminales, agentes estatales y miembros de la fuerza pública, y aunque no los podemos incluir a todos en la misma categoría –porque, como resulta del Informe que comentamos, los orígenes de su existencia y actividad son muy diversos, y los momentos históricos  no son iguales-, lo cierto es que unos y otros han sido en su momento responsables, y las nuevas generaciones tienen derecho a saber cuáles han sido las causas de este desastre humanitario y a conocer cuál fue el comportamiento de sus antepasados.

Han sido muchas las víctimas, y siguen en aumento, como lo destacan los datos sobre el número de desplazados. Porque, no obstante la proclamación presidencial en que se felicita por  los avances en materia de Derechos Humanos, hasta el punto de no requerir sino por un año más la presencia en Colombia de una Oficina de Naciones Unidas, la cruda realidad muestra que las distintas formas de vulneración de tales derechos no han desaparecido. Y de manera inexplicable, en estos cincuenta años, las víctimas han sido las grandes  olvidadas, como si no existieran, como si no hubieran sufrido en carne propia los efectos del conflicto y de la barbarie desatada por  diversos  actores. Hasta hace muy poco se ha comenzado a prestarles atención, y en tal sentido es preciso reconocer que, cuando menos, hoy tenemos una legislación expresamente destinada a buscar la reparación integral que las víctimas merecen. Aunque quizá todavía no es completo el sistema jurídico de su protección, es un buen comienzo, y de lo que se trata ahora, gracias a la verdad que poco a poco se va conociendo en procesos judiciales y en investigaciones como la adelantada por el Centro Nacional de Memoria Histórica, nos pongamos de acuerdo en la forma de justicia que se debe aplicar –al respecto hay un gran debate, a propósito del Marco Jurídico para la Paz (Acto Legislativo 1 de 2012), hoy a conocimiento de la Corte Constitucional, y en relación con los diálogos de paz de La Habana-, y en especial acerca de la efectiva y concreta reparación integral de las víctimas.

Invito a nuestros lectores a estudiar detenidamente el Informe presentado, por el cual felicito a sus promotores y autores. Resulta esencial que todos sepamos lo que nos ha pasado en Colombia, lo que nos está pasando y lo que nos puede seguir pasando si no dialogamos para buscar la salida.

Modificado por última vez en Sábado, 28 Junio 2014 20:16
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