Entre las varias propuestas formuladas en estos días a propósito de la crisis generada en el Congreso por causa de la "parapolítica", está la de convocar una Asamblea Constituyente.
Desde luego, como todas las otras (referendo, revocatoria del Congreso, adelanto de las elecciones, etc, además de la "silla vacía" y el aumento del umbral que, si todo se cristaliza en el trámite del Acto Legislativo, habrán de hacer muy pronto parte integrante de la Constitución) es una idea que parte de la base de que la normatividad vigente tiene que ser reemplazada, y de entender que debe serlo porque el Congreso ha perdido legitimidad.
Como en otras ocasiones hemos dicho, es preciso distinguir entre las instituciones como tales y las personas que las integran. En este caso, no han fallado las instituciones, aunque desde el punto de vista de la mejor configuración del actual esquema constitucional de investigación y juzgamiento podamos aceptar -como aceptamos- que las reglas de 1991 son susceptibles de mejora. Pero, a decir verdad, no han sido las normas ni las instituciones las que han provocado esta estrepitosa caída de las estanterías congresionales, ni el desprestigio de la rama legislativa, ni la pérdida de confianza del electorado en los elegidos, ni la desastrosa encuesta hoy conocida que deja al Congreso apenas con el 32% de aceptación, porcentaje que amenaza ser progresivamente más bajo si sigue la ola de detenciones.
No. Las que han periclitado; las que han provocado los procesos, las indagatorias y las órdenes de captura no han sido las instituciones jurídicas. El Código Penal se ha limitado a tipificar unos delitos, la Constitución ha señalado las funciones de la Corte Suprema y ha contemplado el fuero especial de los congresistas, y siguiendo esos parámetros, ahora se examina por parte de la autoridad judicial competente si unos de los miembros del Congreso han incurrido en las conductas previstas en abstracto por la ley. Eso habrá de verse cuando vayan culminando los procesos y se vayan conociendo las sentencias. Pero el mal causado no proviene de las disposiciones constitucionales, ni de las legales, sino de las conductas de seres humanos sometidos a unas determinadas reglas que los jueces tienen que aplicar.
La crísis no es de normas sino de personas. No es la preceptiva constitucional la que ha entrado en la debacle. No podemos caer en la idea engañosa de que si las normas se cambian, todo cambiará.
Por lo tanto, si bien se piensan las cosas, en estricto sentido no se requiere en este momento, con el carácter urgente que muchos le atribuyen, una ruptura del actual ordenamiento, ni se hace indispensable cerrar el Congreso o poner fin al actual período.
En cuanto a la Constituyente, si se fija un temario verdaderamente interesante que se le pueda confiar, con miras a reformar la Carta Política, podríamos estar de acuerdo. Pero no convence la idea abstracta y gaseosa, de convocar a una Constituyente porque sí, sin nada en concreto sobre la materia de las posibles reformas; sin un contenido claro, y sin que se establezca que la convocatoria vale la pena, por esas reformas y no por la convocatoria misma, es mejor -por ahora- no improvisar, ya que puede ser este un juego peligroso a nivel de la estabilidad institucional.