No nos podemos engañar en cuanto a las consecuencias que muy seguramente tendrá para Colombia la decisión gubernamental de extraditar en bloque a los principales capos del paramilitarismo, haciendo prevalecer el interés de la justicia norteamericana sobre el de los procesos penales por los crímenes cometidos en Colombia, y sobre el interés de quienes fueron víctimas de los mismos.
Sin entrar en una crítica de lo actuado, sino bajo una perspectiva jurídica, de aplicación de las normas internacionales, resulta evidente que según la jurisprudencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos como de la Corte Europea, cuando se violan derechos fundamentales de una persona, tales como el derecho a la vida o el derecho a la integridad física, el Estado en el cual tales actos se perpetraron tiene la obligación de velar porque se establezca completamente lo acontecido; por la aplicación de las pertinentes sanciones a la luz de su Derecho y por sus jueces; y por la reparación adecuada y proporcional al daño, a favor de las víctimas.
De lo contrario, es decir, cuando el Estado correspondiente no ha propiciado que estos principios tengan aplicación, incurre en omisión, y por ese motivo es muy probable que sea condenado en los procesos que ante tal Tribunal Internacional se instauren.
Frente a los jueces internacionales de derechos humanos, un Estado que haga parte, en virtud de Tratados Públicos, de un sistema de protección de tales derechos -como es el caso de Colombia en virtud del Pacto de San José de Costa Rica y ante la Corte Interamericana- no puede disculparse ni justificarse por haber omitido la adecuada protección de los expresados derechos, o por haber impedido que operara la justicia interna, alegando que lo hizo para satisfacer la solicitud de extradición de otro Estado que -como los Estados Unidos- no es parte en dicho Tratado. En otras palabras, dentro del sistema interamericano de protección de los derechos humanos, la que responde es Colombia, y si es condenada, en realidad somos los contribuyentes quienes vamos a pagar los platos rotos.
Como lo han expresado los autores, el Derecho Internacional contemporáneo se orienta con carácter prioritario a la protección de los derechos humanos mediante la asunción de obligaciones por parte de los Estados respecto a los individuos y a través de la adopción de sistemas de garantías eficientes, eficaces y completas ante instancias internacionales.
Las violaciones de los derechos humanos constituyen, bajo esa perspectiva, crímenes internacionales, de suerte que su sanción no está ya limitada a lo que se pueda hacer en el orden interno, sino que los Tribunales Internacionales -eso si, agotadas todas las instancias internas, o visto claramente que ellas no han operado- asumen, a nombre de la humanidad -que es la ofendida-, la función de aplicar la justicia.
En lo que atañe a la responsabilidad de los violadores de derechos humanos, a nivel personal, también tienen aplicación los principios aludidos, y goza de competencia un Tribunal como la Corte Penal Internacional cuando los mecanismos internos han fallado, no en el sentido de resolver (proferir fallos), sino en el de haberse omitido en el ámbito interior del Estado correspondiente, la aplicación de la justicia en toda su plenitud.
Esos crímenes -los de lesa humanidad, por ejemplo- no prescriben ante la Corte Penal Internacional, y siempre será posible que se inicien los procesos.
Colombia es parte en el Tratado de Roma del 17 de julio de 1998, adoptado por la Conferencia de Plenipotenciarios de las Naciones Unidas, que creó la Corte Penal Internacional, y en materia de crímenes de lesa humanidad ese Tratado está en pleno vigor, pues la reserva por 7 años atañe únicamente a los crímenes de guerra.