José Gregorio Hernández Galindo
Rosa Elvira Cely. Foto www.elnuevodia.com
Según la Constitución y la actual jurisprudencia, el de la salud es un derecho fundamental. Se garantiza a todas las personas el acceso a su promoción, protección y recuperación (art. 49).
Por otra parte, es obligación de toda persona “obrar conforme al principio de solidaridad social, respondiendo con acciones humanitarias ante situaciones que pongan en peligro la vida o la salud de las personas” (art. 95).
El artículo 42 proclama que “la mujer no podrá ser sometida a ninguna clase de discriminación”.
El 48 “garantiza a todos los habitantes el derecho irrenunciable a la seguridad social”.
En cuanto a las autoridades, han sido instituidas para proteger a todas las personas residentes en Colombia, en su vida -como el primero entre muchos valores- y “para asegurar el cumplimiento de los deberes sociales del Estado y de los particulares” (art. 2).
La Corte Constitucional ha sostenido inveteradamente que ningún centro asistencial podrá negar sus servicios a una persona en casos de urgencia o de enfermedad grave, menos todavía si está de por medio la vida del paciente, esté o no afiliado.
Pero todo eso, infortunadamente, es teoría. Una teoría que repiten los candidatos, los gobernantes, las providencias judiciales y los profesores de Derecho, pero que se ha quedado en eso: en teoría, o en “pura paja”, como se dice en el lenguaje popular.
Al menos a Rosa Elvira Cely esas bonitas expresiones constitucionales no le sirvieron para conservar su vida tras la indecible tortura a la que fue sometida por un salvaje violador que inexplicablemente se encontraba libre pese a sus antecedentes judiciales.
Los agentes de la policía que encontraron a la mujer tras sus varios pedidos de auxilio al 123 pudieron comprobar la gravedad de su estado. Se encontraba a punto de morir, ensangrentada, malherida, golpeada. A nadie con cinco sentidos se ocultaba que requería atención inmediata, pero “había que cumplir los protocolos”.
Ella misma, desde las llamadas telefónicas, había insistido -dicho por los agentes- que “se estaba muriendo”. Pero “había que cumplir los protocolos”.
A Rosa Elvira la interrogaron acerca de si tenía seguro, y como no tenía se abstuvieron de conducirla a un centro asistencial cercano -que lo había- y la trasladaron tardíamente aunque agonizaba, al hospital más lejano que pudieron encontrar, porque supuestamente así lo disponían “los protocolos”. Unos protocolos inhumanos, absurdos e inconstitucionales.