POR OCTAVIO QUINTERO
Capitolio. www.eltiempo.com
La independencia de los congresistas en sus decisiones legislativas se rodea de una garantía extrema, como esa de que no puedan ser incriminados por las opiniones o votos que emitan en el ejercicio de sus funciones.
Esto era válido cuando los congresistas eran paladines políticos, y más allá de sus afectos emotivos, mantenían inexpugnable alianza con sus ideologías, fueran las que fueran, equivocadas o no, esto no viene ahora al caso.
Pero hoy en día, mantener la inmunidad parlamentaria, es rodear a los congresistas de absoluta irresponsabilidad, al extremo en que, como vemos, soportamos por ahí pavoneándose a los malandrines que asaltaron hace poco la Constitución Nacional y, en la nueva legislatura se acomodan en sus marcas, como ese que ahora preside, nada más ni nada menos, que la misma comisión de la Cámara donde se definen las reformas constitucionales: el zorro cuidando el gallinero.
El pragmatismo aplicado a la política ha liquidado los principios ideológicos en el sentido en que ya no se defienden ideas sino intereses particulares; y en el mejor de los casos, grupales, generalmente aquellos de mayor capacidad económica, capaces de hacer votar al legislador en la dirección que le señalen.
En aras de dicha inmunidad, el Congreso de Colombia ha poblado la legislación nacional de normas socialmente criminales como los modelos económico y de salud; o esas sucesivas reformas constitucionales que nos han venido entronizando un Estado Neoliberal, donde la eficiencia está por encima de la equidad y el bien particular prevalece sobre el interés general.
Desmontar la inmunidad parlamentaria, obligando a los congresistas a cantar el voto, podría darnos la oportunidad (a los electores) de quitarles esa hoja de parra con que siguen escondiéndonos sus impúdicas alianzas.
Por defender a uno, y no más de un puñado de honestos (que los hay), no podemos seguir siendo víctimas de una cauda de legisladores convertidos en guardia pretoriana de unos gobiernos ladrones.
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Fin de folio: Si hemos llegado al extremo social de judicializar el robo por hambre, ¿por qué no permitir también que se judicialice esa irresponsabilidad política que nos ha llevado, precisamente, a este estado de indefensión social?