JOSÉ GREGORIO HERNÁNDEZ GALINDO
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Si el Presidente Santos -quien ya goza de un marco jurídico que le permite negociar- logra la paz con la guerrilla, colma una aspiración general del país y cristaliza uno de los propósitos básicos de la Constitución de 1991.
La paz es uno de los valores primordiales que el sistema jurídico aspira a realizar, como lo enuncia claramente el Preámbulo de la Carta Política.
Las autoridades de la República, de conformidad con el artículo 2 de la Constitución, han sido instituidas, entre otros fines, para asegurar el cumplimiento de los deberes sociales del Estado, y el primero de ellos es sin duda el logro y mantenimiento de la paz, porque sin paz la sociedad no puede funcionar, ni los ciudadanos tienen posibilidad de ejercer sus derechos, ni de cumplir sus obligaciones en condiciones de normalidad.
El artículo 22 constitucional incluye en el capítulo de los derechos fundamentales el siguiente:
“La paz es un derecho y un deber de obligatorio cumplimiento”.
El Presidente de la República, quien simboliza la unidad nacional (art. 188), tiene a su cargo las funciones de conservar en todo el territorio el orden público y restablecerlo cuando fuere turbado (art. 189-4).
Aunque el Estado tiene el uso legítimo de las armas, la norma no le dice al Presidente que para alcanzar la paz o recuperar el orden tenga necesariamente que hacer uso de la violencia o entrar en guerra. Puede que, siendo imposible lograrla por vías pacíficas, se vea precisado a ello, pero también es cierto que tras muchos años de feroz confrontación armada -que se ha llevado por delante la vida, la tranquilidad, la libertad y la dignidad de miles de colombianos inocentes-, y habiendo fracasado la política de la guerra, es hora de intentar otra vez una solución política al conflicto. En ese empeño no debería desmayar el Jefe del Estado.
Así las cosas, no entendemos la razón para que algunos sectores muestren como criticable, negativo o pernicioso que el Presidente Santos busque mecanismos orientados a lograr ese legítimo objetivo democrático. El Presidente tiene sobre sus hombros esa responsabilidad, y, más que facultado, se encuentra obligado a explorar caminos que conduzcan, mediante el diálogo, a la terminación de la guerra que tanto daño nos ha causado.
El asunto es sencillo: llevamos más de cuarenta años de actividad incesante de las Farc y al menos diez años (ocho de Uribe y dos de Santos) en que la única vía fue la de la guerra. Y no ha dado resultado, porque el conflicto subsiste.
Ante esto, sin que el Estado renuncie al uso legítimo de la fuerza, es lícito que examine opciones diferentes, y si la vía pacífica pudiera resultar eficaz, debe intentarlo.
En esta materia el Presidente ha de ser apoyado por toda la sociedad, pues ésta no resiste más violencia. Hoy por hoy se aprecia una generalizada fatiga ante una guerra que no parece tener fin, y al Presidente le compete tomar las determinaciones o medidas indispensables para terminarla.