POR JOHANNA GIRALDO GÓMEZ (*)
Es un vergonzoso diagnóstico, pero no hay duda que esta generación de congresistas se ha dedicado –casi que por completo- a legislar en causa propia. Desde el 31 de mayo del año en curso, el Acto Legislativo No.1 de 2011 que adicionó al parágrafo del articulo 183 superior un inciso, referido al régimen de conflicto de intereses, eliminando su ámbito de aplicación “cuando los Congresistas participen en el debate y votación de proyectos de actos legislativos”: hoy, se constituye como resguardo para el total desconocimiento de la representatividad de sus cargos, la razonabilidad de sus actuaciones y lo que debieren ser, ineludibles responsabilidades.
Y, ante esta evidente irregularidad “democrática” contra el régimen constitucional vigente, nos preguntamos ¿Está el Congreso de la República plenamente facultado para realizar cambios esenciales a la Constitución Política de 1991 en nombre de una “reforma”? ¿Es competente para sustituirla? Pues bien, la respuesta es absolutamente negativa. Recordemos que en reiteradas providencias -como en el caso de la Sentencia C-551 de 2003- la Corte Constitucional ha sostenido que el ámbito competencial del congreso en materia constituyente es limitado, y se plantea un caso hipotético –que al parecer el Congreso ha adoptado como razonable-, donde se afirmaría “que la Carta de 1991 no estableció cláusulas pétreas o inmodificables, y que por ello el poder de reforma no tiene ningún límite competencial. Conforme a esa tesis, por medio de cualquiera de los mecanismos previstos por el titulo XIII resultaría posible reformar cualquier artículo o principio de la Carta de 1991, e incluso sustituirla por una Constitución radicalmente distinta”.
Tesis que conforme a la jurisprudencia constitucional, no es de recibo puesto que, si el mismo poder constituyente primario no puede ser ilimitado o soberano en todas sus actuaciones -aunque estas no puedan ser limitadas en forma normativa-, lo anterior no obsta para afirmar que el pueblo actúa omnipotentemente –en vista de las restricciones supraconstitucionales, dentro de las cuales cabe resaltar las obligaciones internacionales emanadas del DIDH, y el respeto a las garantías y principios mismos de la democracia- aún en un proceso de apertura constituyente, menos podrá aspirar a serlo un poder constituido –como lo es el Legislativo-, que debe actuar bajo los cauces normativos de la constitución, diseñados para el legítimo ejercicio de sus facultades representativas.
De Vega plantea la tesis de que un poder constituyente sustentado en la idea de soberanía popular hace que necesariamente se acoja la filosofía de superioridad jurídica de la norma constitucional desde la sede constituyente. Por consiguiente, “la no distinción, a nivel político, entre poder constituyente y poder constituido, se traduciría, jurídicamente, en la paralela “indiferenciación” entre Constitución y ley ordinaria. Y claro es, una Constitución que formalmente no se distingue de la ley ordinaria podrá ser considerada como ley, pero lo que ciertamente no será es Constitución”.
En este sentido, es innegable que existen principios y valores que, al ser la base del acuerdo político que dio origen al texto normativo se hacen motu proprio inmodificables, siendo la piedra angular del control de constitucionalidad mismo. Y es lo más lógico, de lo contrario ¿qué seguridad jurídica existiría en dicho control?
Ha sostenido la Corte Constitucional que “una cosa es que cualquier artículo de la Constitución pueda ser reformado, lo cual está autorizado puesto en eso consiste el poder de reforma cuando la Constitución no incluyó cláusulas pétreas ni principios intangibles de manera expresa, como es el caso de la colombiana, y otra cosa es que, so pretexto de reformar la Constitución, en efecto ésta sea sustituida por otra Constitución totalmente diferente, lo cual desnaturaliza el poder de reformar una Constitución y excedería la competencia del titular de ese poder”.
Por eso, confiamos en que la Corte Constitucional al pronunciarse sobre las demandas de inconstitucionalidad promovidas por un número plural de ciudadanos respecto del Acto Legislativo en mención –que será próximamente-, declare inexequible este atentado contra el principio de transparencia democrático, que ha permitido que congresistas debatan y voten adefesios constitucionales como la mal llamada “Reforma a la Justicia” –que a nuestro juicio, fue sepultada por una vía jurídica inane-, puesto que, de no ser por este nuevo inciso agregado al parágrafo del artículo 183 constitucional, los Congresistas que tienen procesos en la Corte Suprema de Justicia y a su vez participaron de la reforma, hubiesen perdido su –inmerecida- investidura. Y, dadas las circunstancias, la Corte Constitucional debe realizar un control –mediante el test de sustitución- más severo, por cuanto los Congresistas estaban modificando sus propias facultades de reforma constitucional, ultrajando las pocas garantías existentes.
Aquí radican los problemas del mal uso de la democracia, donde los fundamentos de las decisiones se consideran de recibo por originarse en los órganos instituidos para ello o en nombre de unas mayorías numéricas –como si eso fuese suficientemente legítimo-, pero no deliberativas. Razón tenía Winston Churchill al afirmar que la democracia es el peor sistema político concebido por el hombre… Con excepción de todos los demás.
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(*) Johanna Giraldo Gómez
Estudiante de Derecho, confundadora del Observatorio de Derecho Constitucional de la Universidad Libre Seccional Pereira y miembro del Semillero de DD.HH
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Twitter: JohannaGiraldoG