POR OCTAVIO QUINTERO
Tres ilustres colombianos: Piedad Córdoba (política), Fernando Vallejo (escritor y cineasta) y William Ospina (poeta y ensayista), fueron incluidos por la revista 'Foreign Policy' en su lista anual de los 50 intelectuales iberoamericanos más influyentes en sus ámbitos.
Al menos Piedad y Vallejo, son personajes muy controvertidos en Colombia, casi detestables a cierta clase política y social del país. Son personajes ‘polarizantes’ que se pueden amar u odiar, pero nunca ignorar.
Ellos mueven opinión interna y externa que resulta distinto a generar noticias, porque para noticias, nos sobra con las que se publican en torno a nuestra mala imagen de narcotraficantes, corruptos y violentos.
Córdoba es un huracán y Vallejo un blasfemo. Ospina es más recatado, pero de cuando en cuando sus artículos también levantan polémica como la que entabló recientemente con el expresidente Uribe en torno al proceso de paz abierto por el presidente Santos.
¿Qué hace que personas tan controvertidas como Piedad y Vallejo sean espejos de Colombia en el exterior? Pareciera que no solo sus posturas heréticas sino su carácter. Es en la persistencia donde se ancla buena parte del éxito. Lo han demostrado (en la vida real), maravillosos ejemplos universales como Gandi, King y Mandela; y también Cervantes (en la literatura), entre otros.
Ellos se han salido del común; han escapado de “la caverna” de Platón… Son hoy quijotes a sus contemporáneos que con el paso del tiempo también podrán decir como el irredento manchego a Sancho en su incesante peregrinar: “ladran perros, luego cabalgamos”…
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Fin de folio: Falleció anoche a los 78 años el más grande periodista cultural de Colombia en todos los tiempos: Bernardo Hoyos. Aparte de dominar la información cultural en todas sus formas, era una biblia en casi todo. Con una voz pausada, de hermoso tono académico, era una delicia escucharlo. Su larga vida periodística comenzó a sus escasos 20 años en Medellín. Pasó por Londres (BBC) y regresó a Colombia en los comienzos del nuevo siglo XXI. Paz en su tumba