POR JOSÉ GREGORIO HERNÁNDEZ GALINDO
Foto: elementosdejuicio.com.co
Los recientes acontecimientos públicamente conocidos -nos referimos a la masacre perpetrada por una banda criminal en Santa Rosa de Osos, en donde fueron cobardemente asesinados diez labriegos; los homicidios en serie cometidos contra varios jóvenes “raperos” en una de las comunas de Medellín; el homicidio cometido en la persona de un hombre y el posterior linchamiento de sus cuatro asesinos por parte de la comunidad, también en Antioquia; el asesinato de tres indigentes en Bogotá, para mencionar tan solo algunos de los que colman los espacios noticiosos momentáneamente y muy pronto desaparecen para ser sustituidos por otros de similar o superior gravedad- dejan en los colombianos, además del natural pánico entre los habitantes de las zonas afectadas, muchas preocupaciones.
En primer lugar, no dejamos de sorprendernos cada día por la creciente espiral de la delincuencia -la organizada y la desorganizada-, en una sociedad que parece haber perdido por completo los valores fundamentales y en cuyo seno está ausente desde hace tiempo el más mínimo respeto por la vida humana y han desaparecido las reglas mínimas de convivencia y todo fundamento ético de los comportamientos.
Los hechos que al comienzo menciono son apenas los más relevantes de los últimos ocho días, es decir los que han merecido ser destacados por los medios de comunicación, pero no son los únicos. Alrededor y en forma simultánea siguen las riñas callejeras, con saldo de varios muertos; las violaciones de menores; los asaltos a mano armada; los ataques guerrilleros a municipios y carreteras, sin consideración alguna por la población civil; los secuestros y las extorsiones.
Hay un ambiente generalizado de violencia, de intolerancia, de salvajismo, de tendencia al delito, inclusive desde las aulas escolares. Niños y jóvenes son reclutados, manipulados y utilizados por las organizaciones criminales , y convertidos en asesinos y terroristas a muy corta edad. Madres desalmadas matan o abandonan a sus niños recién nacidos. A todo lo cual se agrega una corrupción generalizada, tanto en el sector público como en el privado, porque hay quienes no matan pero asaltan el patrimonio público o despojan a las personas de sus bienes mediante maniobras inconfesables.
Algo muy grave pasa entre nosotros, y aunque nos damos cuenta, a cada uno le basta con no ser tocado, aunque todos sabemos que la amenaza es general: se proyecta sobre todos. La sociedad colombiana se encuentra enferma, en condiciones muy graves. No se vislumbra un panorama despejado para las nuevas generaciones. Y debemos preguntarnos –estamos obligados a hacerlo-: ¿cuál es el origen del actual estado de cosas? ¿En qué radica el mal? ¿Cuáles son las causas de la descomposición existente?
Urge, como punto de partida, un alto en el camino. Se impone la necesidad de una reflexión colectiva acerca de nuestra realidad. El Estado, las religiones, los educadores, los dirigentes políticos, los gremios y los medios de comunicación deberíamos liderar un proceso que nos permitiera tomar conciencia de estos graves problemas en toda su dimensión; establecer las causas principales; y planificar hacia el futuro, como una política de largo plazo, a partir de la formación de los niños desde su más tierna infancia, un gran programa de recuperación de los valores, los principios y las reglas de convivencia.
Quienes ejercemos algún influjo en la comunidad tenemos la obligación apremiante de ofrecer cuanto podamos dar, con miras a derrotar la cultura de la muerte, de la intolerancia, de la corrupción, de la inversión de valores, de la trampa y de los comportamientos antisociales en sus distintas manifestaciones.
En esto, la apelación al Derecho, a la Educación y a la Ética es impostergable.