El fallo por el cual el Consejo de Estado decretó la pérdida de investidura del ex congresista Eduardo Merlano, tiene una gran importancia, más allá del caso específico.
En efecto, la muerte política aplicada en esta ocasión, deja una valiosa enseñanza para todos aquellos que ejercen funciones públicas: consiste en que no pueden hacer uso del poder, que transitoriamente les ha sido confiado, para influir en decisiones que de una u otra manera los benefician personalmente. El tráfico de influencias constituye falta gravísima y tiene también consecuencias muy graves.
La Constitución habla de servidores públicos, un concepto cuyo significado es mucho más exacto que el de simple funcionario. Quien es elegido o designado para desempeñar funciones con invocación del poder estatal está al servicio del estado y de la comunidad.
No ha llegado al puesto público para su propia satisfacción o beneficio, o para obtener prebendas o preferencias. Su función básica -como lo indica la denominación constitucional- consiste en servir, no en ser servido.
Inclusive quienes acceden a los cargos de mayor nivel y jerarquía lo hacen como servidores, dentro de un marco normativo, y con determinadas facultades otorgadas por el Estado de derecho de las cuales no pueden abusar.