El criterio para medir el nivel de eficiencia y actividad del Congreso no puede seguir siendo el número de leyes aprobadas en una cierta legislatura o, como ahora se usa, en un determinado período.
La función de las cámaras y de sus integrantes no se agota en la expedición de normas, ya se trate de leyes o actos legislativos, sino que se desarrolla especialmente en una democracia mediante el control político, el cual -ejercido con independencia, rectitud y constancia- justifica de suyo la existencia de esta rama del poder público a la vez se satisface en los electores las expectativas sobre el carácter verdaderamente representativo de quienes lo conforman. La verificación de los actos y omisiones del Gobierno y de la administración, a la vez que la exigencia de informes y explicaciones sobre los asuntos objeto de la gestión que se les encomienda, hacen parte esencial de su tarea, aunque la realidad muestra que, habiendo congresistas muy brillantes, serios y estudiosos en todos los partidos, no todos los senadores y representantes tienen la cabal conciencia acerca de la importancia del control político ni en torno a la necesidad de su ejercicio estricto y autónomo.
En lo que respecta a las funciones legislativa y constituyente, la tendencia general enfoca su análisis -cuando se trata de efectuar una evaluación- hacia la contabilización de leyes nuevas. Así se refleja en la expresión “Congreso Admirable”, usada por el ex ministro Fernando Londoño para estimular la votación de proyectos del interés del Ejecutivo, basada tan sólo en el hecho de que todas las iniciativas gubernamentales de finales del 2002 fueron aprobadas sin mayor debate en las dos cámaras.
Fue así como pasó la reforma tributaria, que en menos de seis meses quedó desplazada frente a los gastos de la “seguridad democrática” y en relación con un déficit fiscal mucho mayor del que el Gobierno había advertido inicialmente; se aprobó la reforma laboral bajo el liderazgo de Juan Luis Londoño, quien convenció al Congreso y al país de que el recorte de garantías a los trabajadores permitiría incrementar el número de empleos, bondad muy discutible y pronto desvirtuada por el rotundo fracaso del propósito en apariencia perseguido; se aprobó la Ley 796 de 2003, que convocaba al referendo, con el conocido efecto de confusión y frustración que produjo; se otorgaron amplísimas facultades extraordinarias al Gobierno para la reforma del Estado, con la esperanza de disminuir el déficit, y, además de los despidos masivos, nada se logró; se aprobó “de afán” la reforma pensional y ya vimos que la Corte Constitucional ha tenido que declarar inexequibles varios de sus artículos por vicios de forma.
Estos antecedentes -apenas algunos- nos enseñan que el Congreso, en ejercicio de su trascendental misión, no puede dejarse presionar por el Ejecutivo, el cual hoy lo apremia para que en escasos veinte días apruebe otra reforma tributaria, el “Plan B”, las normas de alternatividad penal, la resurrección de varios puntos del referendo, el estatuto antiterrorista, la reforma a la justicia (todavía no presentada), la modificación constitucional antisecuestro,... entre otras iniciativas.
Por el contrario, pensamos que debe tomarse el tiempo que él (el Congreso) estime necesario para digerir, estudiar y hacer la crítica de los proyectos; confrontarlos con la Constitución y con la realidad del país; y evitar el pupitrazo para cumplir una tarea de verdad responsable, a la altura de su nivel institucional.