Bien sabemos que a la actual administración no le gusta para nada la Constitución de 1991. Basta recordar las posiciones extremas que en todo momento caracterizaron al exministro Fernando Londoño, tanto en materia de ejercicio de las libertades públicas como en lo atinente a las decisiones de los jueces, o pensar en el absoluto divorcio que hay entre la concepción gubernamental sobre la economía y los postulados constitucionales que responden a la esencia del Estado Social de Derecho.
Tal parece que uno de los cometidos o compromisos esenciales de este Gobierno, junto con la reelección del Presidente, consiste en suprimir la Carta Política de 1991.
Hubiese sido de esperar, por supuesto, una mayor franqueza con el pueblo colombiano, y por tanto, todos habríamos preferido, aun sin estar de acuerdo, una manifestación expresa y directa del Jefe del Estado en orden a proponer la derogación total del texto aprobado por la Asamblea Nacional Constituyente, a cambio de la actitud habilidosa, hasta ahora observada, consistente en desmontar la Constitución por partes, o por cuotas, y de modo casi imperceptible, para no ocasionar el abierto rechazo de una inmensa mayoría de colombianos que, sin ser especialistas en asuntos constitucionales, están de acuerdo con el sentido esencial de la Carta Política, con sus fundamentos democráticos y con los derechos fundamentales que consagró. De allí que no resultara tan desatinada como algunos dicen la propuesta públicamente formulada por el Magistrado Jaime Araujo Rentería en el sentido de convocar al pueblo para que dijera si quería o no acción de tutela y Corte Constitucional.
A no dudarlo, hemos legado a un momento de total provisionalidad y de indefinida incertidumbre acerca de la normatividad fundamental, no solamente por la profusión de proyectos de reforma constitucional radicadas por el Gobierno y sus amigos, sino en razón de las contradicciones que surgen de manera permanente entre lo ya modificado y lo que de nuevo y sin parar se quiere enmendar, por mal hecho o en razón de la coyuntura política.
La Constituciónno tiene todavía un texto definitivo que garantice una mínima estabilidad en la base del ordenamiento jurídico. Todo -incluido lo más reciente- está sujeto a la muy probable modificación, ya ni siquiera a mediano plazo, sino a términos tan cortos que algunas normas no alcanzan siquiera a estrenarse cuando ya han sido presentados proyectos de acto legislativo para su reconsideración.
Además, en buena parte la entrada en vigor de las nuevas disposiciones se supedita a lo que disponga una ley estatutaria o de otra índole. Así aconteció con el Estatuto Antiterrorista, con la Reforma Política, con los cambios en el sistema acusatorio; y así ocurrirá seguramente con el proyecto de reforma sobre reelección presidencial.
En este momento, la normatividad en que se funda todo nuestro sistema es, entonces, altamente insegura, inestable, precaria, provisional, transitoria. Carece de la necesaria firmeza.
Por si fuera poco, son muchos los vicios de trámite en que incurre el Congreso por la constante premura y la presión del Ejecutivo, y eso dará lugar a fallos de inexequibilidad y a nuevas reformas.
El panorama jurídico del país es verdaderamente caótico.