De modo intermitente se propicia en el país cada cierto tiempo, sin conclusiones ni decisiones, una polémica relativa al papel de los medios de comunicación, en particular los electrónicos –y entre ellos especialmente la televisión-, en los grandes y graves problemas nacionales, como los que afronta la educación de la niñez y la juventud en distintos niveles, o el de la violencia.
Hace pocos días tal polémica volvió a tomar fuerza, a raíz de un pronunciamiento público de la Comisión Nacional de Televisión, pero se apagó después entre el cúmulo de nuevas noticias –sobre todo las atinentes a la guerra de todo el mundo contra Bin Laden y a la campaña electoral-, sin que nada se haya dilucidado.
La discusión del tema no solamente conviene sino que resulta indispensable y urgente, por lo cual la abordaremos en esta y sucesivas columnas, pues todo parece indicar que, sin protesta de los constitucionalistas, se ha llegado a confundir la libertad fundamental consagrada a favor de la información con la más absoluta falta de responsabilidad social de los medios, aun a pesar de que ese elemento también tiene rango normativo de la misma jerarquía en el propio artículo 20 de la Carta Política.
En nuestro sistema jurídico vigente está prohibida la censura, independientemente de su origen y de su magnitud, ya que los perentorios términos del precepto superior no dejan a ese respecto lugar a dudas.
Pero también es evidente que los ciudadanos de todos los niveles, aun los mejores y más ardientes defensores de la libertad de informar e informarse, muestran crecientes señales de cansancio y rechazo ante la actitud, en verdad abusiva, de algunos noticieros de televisión, empeñados en el sensacionalismo y en el despliegue escandaloso –sin análisis- de masacres, atentados y crímenes, y de declaraciones y desafíos de guerrilleros y paramilitares, puestos sus ojos, más que en los efectos de tal saturación informativa -causante de impredecibles daños sobre el desarrollo psicológico de los menores y con paulatina pero irreversible pérdida de sensibilidad colectiva ante el crimen- en las ventas publicitarias de aquélla, que a la vez son producto directo del “raiting” de sintonía –fundado, por paradoja, en el morbo de no pocos televidentes- y que habrán de reflejarse en los estados de perdidas y ganancias de canales y programadoras.
Desde luego, no estamos hablando de todos los noticieros ni de la totalidad de los periodistas, lo que vale la pena subrayar para no incurrir en la malévola generalización, que causa daño innecesario y degrada toda critica.
Lo que puede verse en muchos casos no es otra cosa que la “explotación” de la noticia, que se “muele” en un día o dos hasta el cansancio y es de inmediato reemplazada por otras y olvidada, para favorecer el aumento o el sostenimiento de la audiencia, no importa que ello implique un oportunista e inhumano aprovechamiento del dolor o del pánico de las personas afectadas, o del deseo malsano que normalmente exhiben los agentes del terrorismo, de divulgar y “cobrar” sus “triunfos”, que –claro está- corresponden a la muerte y al desastre.
Al respecto, debe decirse que existe en Colombia una mala interpretación de la regla constitucional, pues por una parte la jurisprudencia ha repetido hasta la saciedad que no hay derechos absolutos, y por otra el concepto de responsabilidad social de los medios y comunicadores tiene un contenido que no es posible eludir, si bien resulta necesario que el legislador lo desarrolle sin caer en la censura.
CERTIDUMBRE
Fueron varias -y fatales- las equivocaciones cometidas por Colombia -dirigentes, jugadores y técnicos- durante el proceso de eliminatorias para el mundial de fútbol.
INQUIETUD
A juzgar por lo visto en la transmisión sobre el Concurso de Belleza, ...¿no tenemos presentadoras colombianas?