Aunque durante los ocho años de su Gobierno en los Estados Unidos George W. Bush no se distinguió precisamente por acertar en sus decisiones, sino por equivocarse con mucha frecuencia, lo que menos se esperaba era que el propio ex presidente norteamericano se pusiera en la tarea de elaborar una lista de los más protuberantes de sus errores. Y menos que se enorgulleciera de ellos, en vez de apenarse.
Ante su libro titulado “Decision points” (“Puntos de decisión”), uno no sabe si alabar su sinceridad o lamentar su descaro.
El reconocimiento que hace, por ejemplo, de haber autorizado torturas, so pretexto de luchar contra el terrorismo, lo desacredita no sólo a él sino a los Estados Unidos. Sumada esa confesión a las pruebas existentes y a las divulgaciones de WikiLeaks, implica una vergüenza americana ante el mundo, y le quita toda autoridad moral para seguir certificando a los países en materia de derechos humanos. Esa confesión es ya cabeza de proceso contra Bush, como lo ha anunciado la Organización Amnistía Internacional.
Sorprende que afirme haber autorizado torturas como la denominada “waterboarding” (tortura del agua), por haber consultado previamente a los médicos, quienes le aseguraron que no era tan grave porque no quedaban daños permanentes.
Aquí debemos anotar que no son únicamente las secuelas físicas o las huellas que deja la tortura lo que permite definirla como tal. Es que, aun no existiendo esos efectos, lo condenable en tales casos es el sufrimiento que se infiere a la persona; la perturbación a su integridad; el daño sicológico que se le ocasiona, y en suma la afectación de la dignidad humana.
No menos deprimente es la declaración, aparecida en el libro de Bush, y confirmada en reportaje concedido a la presentadora Oprah Winfrey, en el sentido de que, cuando ordenó la invasión a Irak, por cuya causa ha habido tanta muerte y destrucción, lo hizo motivado por las “náuseas” que le produjo el hecho de no haber encontrado allí armas de destrucción masiva. Precisamente lo contrario de lo que invocó mentirosamente para iniciar la guerra.
Sobre su actitud durante la tragedia de Katrina expresó: “No debí sobrevolar para mirar. Cometí un error. Debí aterrizar.”
Pensándolo bien, estas y otras declaraciones consignadas en la obra son propias del Presidente que, en una escuela, fingía ante los niños leer un libro que sostenía al revés, mientras se le informaba sobre los ataques a las Torres Gemelas.