En un proceso de elección muy rápido y con características propias, el Cónclave al que acudieron los integrantes del Colegio Cardenalicio ha elegido al Cardenal Joseph Ratzinger -Prelado alemán, Prefecto Emérito de la Congregación para la Doctrina de la Fe, Decano del Colegio de Cardenales, reconocido autor y profesor de Teología, Presidente Emérito de la Pontificia Comisión Bíblica- para continuar, como Sumo Pontífice, la extraordinaria labor pastoral y evangélica del Papa Juan Pablo II.
En algunos círculos, dentro del Vaticano, la elección de este intelectual, nacido el 16 de abril de 1927 en Marktl am Inn, Diócesis de Passau, Alemania, no ha sido sorpresiva, ya que, por el contrario, no cabe duda de sus estrechos vínculos doctrinales y apostólicos con el anterior Pontífice, ni tampoco sobre el hecho contundente de que Juan Pablo II lo señaló y lo distinguió de manera especial durante su pontificado, y se apoyó en sus tesis muchas veces.
Otros, en cambio, se sorprendieron, considerando su avanzada edad (78 años), mientras que en algunos sectores, dentro y fuera de la Iglesia, se tenía la expectativa de que la elección recayera en alguien que encarnara las tendencias denominadas “progresistas”, lo que implicó su desencanto con la escogencia de Ratzinger, a quien señalan como excesivamente conservador.
Por nuestra parte, habiéndolo leído, tenemos sobre él y acerca de sus tendencias un concepto diferente: es natural que, profundamente convencido de la Doctrina Católica, como lo está, haya procurado siempre preservarla, y con mayor razón se espera que ahora lo haga como Benedicto XVI. Basta recordar su intervención ante los cardenales electores al iniciarse el Cónclave.
Dicho sea de paso, como lo dijera acertadamente un sacerdote entrevistado en estos días, los papas no son elegidos con el propósito de que lleguen a derogar la Doctrina existente, sino para que dirijan y orienten a la grey dentro de los lineamientos evangélicos que esa Doctrina ha desarrollado. Y, aunque la dignidad papal no implica de suyo negarse al cambio, éste no puede tomarse como un fin en sí mismo, sin contenido y sin motivos, o sin previa decantación en el seno de la Iglesia.
Pero, además, una cosa es subrayar que el Papa preserva la Doctrina en los aspectos propiamente morales y religiosos, y otra muy distinta pretender tachar de retrógrado a quien igualmente y con la misma convicción profesa -como es el caso de Benedicto XVI y lo fue el de Juan Pablo II- la Doctrina Social de la Iglesia y el claro compromiso de ella con la dignidad humana, la justicia social, los derechos fundamentales, las reivindicaciones de los más pobres, el rechazo a la guerra, la reprobación de la violencia y la búsqueda de soluciones pacíficas a los conflictos.
Vimos a un Papa humilde en su presentación inicial, y firme en sus creencias y objetivos durante su primera Homilía, lo cual -unido a sus antecedentes conocidos- nos hace confiar en que, de una parte, completará la obra de los últimos pontífices, y de otra imprimirá un sello especial a su propia gestión: la defensa de la Doctrina, no mirada en su contenido restrictivo sino como un todo integral y sólido.
Una acotación final: si Ratzinger perteneció a las juventudes hitlerianas, lo que jamás ha negado, está probado históricamente que lo hizo obligado, y Hitler no aceptaba la objeción de conciencia.