Todo parece indicar que el Ejecutivo colombiano está preocupado -nos parece que justificadamente- por el manejo de las relaciones con los Estados Unidos, y en particular con el nuevo gobierno, que a partir del 20 de enero encabezará el demócrata Barack Obama.
Para decirlo con sinceridad, Colombia exageró en los últimos años su empeño en agradar al Gobierno estadounidense, presidido por Bush, llegando muchas veces a extremos como el servilismo y la entrega total. Ello pudo verse, por ejemplo, en el apoyo que de buenas a primeras se brindó a la guerra con Irak, en la cual no teníamos arte ni parte, ni interés alguno distinto al de congraciarnos con el Jefe de Estado norteamericano.
Se firmó el TLC, en la convicción de que sería aprobado en el Congreso de los Estados Unidos, que al comienzo contaba con una mayoría republicana. Pero las cosas cambiaron; Bush perdió el control; lo adquirió el partido demócrata -con Nancy Pelossi a la cabeza-, y se hizo patente la resistencia a la aprobación de un Tratado comercial con un país que, según la perspectiva de los demócratas, no tiene clara su situación en materia de derechos humanos, ni en el campo laboral; en donde son asesinados sindicalistas, y en donde hay escándalos como la “parapolítica”, por relaciones entre los legisladores y los criminales.
Sería cuando menos ingenuo quien pensara que los acontecimientos recientes -la “yidispolítica”, los falsos positivos, la destitución de 27 militares, la renuncia del Comandante del Ejército, el espionaje del DAS a un partido de oposición, los casos de corrupción en la Fiscalía, las denuncias presidenciales de confabulación entre Fuerza Pública y delincuentes, para mencionar apenas algunos asuntos- no han resquebrajado todavía más la imagen de Colombia en el exterior.
No sé si mis lectores han tomado nota acerca de que entre nosotros no hay semana sin al menos uno o dos escándalos.
Ahora, el panorama se torna más sombrío, según piensa nuestro Ejecutivo, con la elección de Barack Obama, y por tanto resulta urgente -en su sentir- dar un vuelco a muchas cosas, con el objeto de ganar la simpatía del nuevo gobernante, y ello no será fácil.
El Gobierno ha entrado, entonces, en una etapa de gran dificultad, y debe revisar su política y sus estrategias, pues las cosas que le gustaban a Bush no necesariamente le agradan a Barack Obama.
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