Por principio, que parece no constituir regla general en el periodismo colombiano, prefiero atacar o respaldar ideas o conceptos que arrasar con la honra o el buen nombre de personas en concreto; opto por debatir sobre criterios y tesis más que por ensalzar a seres humanos pasajeros e imperfectos, aunque desempeñen cargos de importancia. Muy excepcionalmente me he referido a alguien para controvertirlo o para defenderlo, y ello solamente a propósito de algún despropósito. Mis columnas son temáticas y no personalizadas.
No soy amigo de usar las columnas para causar el impacto propio de una acusación sin pruebas, o para poner en el ojo del huracán, porque sí, a una institución o a una persona, ni tampoco para indicar a mis lectores u oyentes por quién será mi voto en las elecciones, y menos me presto a la soberana bobería de escoger, mediante mis escritos, el personaje del año, la mejor reina o la telenovela más vista.
Tampoco enderezo los renglones que me proporciona generosamente este leído medio hacia la presentación de palabras ingeniosamente encadenadas, con el fin de aplicar a problemas reales y actuales los dichos, los programas de televisión o las vestimentas de moda, con el efecto secundario consistente en convertir salidas inteligentes, relativas a una determinada situación, en frases de cajón vacías y de suyo inexpresivas, que de tanto repetirse, agotan y empalagan.
Pero, desde luego, aunque no sea ese mi estilo, debo reivindicar -ante ataques recientes contra columnistas- el sentido de la libertad democrática que la columna comporta. Ella es, ante todo, una forma de garantizar la libre expresión del pensamiento, bien que use cualquiera de las modalidades enunciadas a título de ejemplo, o que pretenda aprovechar los espacios disponibles para hacer pensar, para reflexionar, para denunciar con pruebas, o para controvertir con argumentos.
La columna periodística es el pulmón a través del cual respira el demócrata, pero, aunque resulte paradójico, está expuesta, con el mismo argumento, en medios como el Internet, a ataques e improperios, algunos verdaderamente escabrosos, cobardes y amenazantes para la propia libertad que invocan.
Como lo recordaba en estos días Daniel Samper, quienes participan en las páginas electrónicas derivan en su mayoría hacia las ofensas personales, en vez de aprovechar la ocasión para exponer sus ideas o para indicar sus discrepancias con las de otros.
Lo que se nota es que tales personas, que seguramente no serían capaces de decirle al columnista en su cara lo que de él piensan, se escudan en el anonimato para insultarlo, sin contradecirlo.
Tales expresiones también deben tener reglas y los amigos de la libertad absoluta me entenderán cuando lo digo, en cuanto son víctimas de la concepción absolutista de las libertades.