La práctica impunidad en que ha quedado el crimen cometido en la persona del Dr. Álvaro Gómez Hurtado, por razones procesales bastante incomprensibles, es apenas otro hito en el intrincado proceso de deterioro que sufre nuestra administración de justicia, que con mayor frecuencia de lo que sería admisible en cualquier sociedad, da palos de ciego; compromete a inocentes y exonera a culpables, o simplemente deja inaplicada la normatividad.
Ya hemos apuntado en otras ocasiones, en casos como el del Ex Ministro Marulanda, que de todas maneras se equivocó la Fiscalía, bien cuando lo vinculó al proceso y dio lugar a un publicitado proceso –incluida la solicitud de extradición-, o en días recientes cuando lo liberó de cargos, dando lugar a su excarcelación, lo que a su vez provocó que la Corte Suprema de Justicia ordenara –ya inútilmente- que se lo volviera a privar de la libertad. Todo, en un espectáculo deprimente que causa inmenso daño a la sociedad y que avergüenza ante el mundo a nuestra administración de justicia.
No menos extraña ha sido la circunstancia de que al señor Rodríguez Orejuela le hubieran iniciado un proceso varios años atrás; lo hubieran dejado congelado y en el olvido, y solamente ahora, cuando recobró su libertad por haber cumplido la pena que se le había impuesto en relación con otros delitos, se reanude la actuación y se proceda a recapturarlo.
Podríamos extendernos indefinidamente en el señalamiento de casos, cada vez más frecuentes, que muestran increíbles demoras en los trámites; ostensible desconocimiento del derecho al debido proceso; negligencia o palmaria impunidad.
Y ello sin asomarse a los otros campos, distintos del penal, en que los procesos duermen “el sueño de los justos”, obstruyendo el acceso real de las personas a la justicia y provocando decisiones tardías e inútiles, al tiempo que ese mismo sistema, paquidérmico y formalista, parece haber acordado en su interior –con grave daño para los derechos fundamentales- que el único mecanismo ágil y eficaz con el que contaban los colombianos para su protección judicial –la acción de tutela- desaparezca del escenario, dejando escritas y teóricas las garantías que consagrara el Constituyente de 1991.
Aunque no se pueden formular cargos generales contra todos los jueces –que los hay probos y estudiosos-, el panorama general es desalentador, y a ello se añade la conducta de los gobiernos, empeñados en obedecer solamente los fallos que les convienen.