Cada vez se hace más evidente la pérdida de la estabilidad propia de las constituciones rígidas en el caso de la Carta Política colombiana.
Desde su expedición y promulgación, el 7 de julio de 1991, la Constitución aprobada por la Asamblea Nacional Constituyente ha sufrido veintidós reformas, casi todas coyunturales, y se ha dado el caso de algunas aprobadas en el Congreso sin que el país se haya dado cuenta y sin el debate público necesario. Así aconteció en el caso del Acto Legislativo 1 de 2002, que hizo posible la adquisición de la nacionalidad colombiana por nacimiento por el sólo registro en una oficina consular; y con el Acto Legislativo 1 de 1999, que reformó el artículo 58 de la Carta, suprimiendo la expropiación por razones de equidad.
En 2005 fueron aprobadas tres enmiendas constitucionales, una, por la cual se adicionó el artículo 48 de la Carta, contemplando todo un régimen de pensiones, constitucionalizado para sacarle el cuerpo a los efectos de dos sentencias de la Corte Constitucional que habían hecho tránsito a cosa juzgada; otra, por medio de la cual se modificó el artículo 176 de la Constitución, sobre composición de la Cámara de Representantes, creando la llamada circunscripción internacional, reservada a la elección del representante de los colombianos residentes en el exterior; y otra, sobre el mismo artículo 176, ordenada a reducir hacía el futuro el número de representantes a la Cámara, previendo que, a partir de las elecciones que se celebren en el año 2010, habrá dos representantes por cada circunscripción territorial y uno más por cada 365.000 habitantes (hoy hablamos de 250.000) o fracción mayor de 182.500 (hoy 125.000) que tengan en exceso sobre los primeros 365.000 (hoy 250.000).
Con independencia de la bondad que pueda predicarse de los nuevos textos, en la que necesariamente habría controversia, lo cierto es que la modificación de las normas fundamentales se está convirtiendo en algo fácil y expedito, no importa que el artículo 375 de la Constitución haya exigido numerosos requisitos formales que teóricamente denotan la rigidez del estatuto, como lo ha puesto de presente la Corte Constitucional en la Sentencia C-222 de 1997.
Este permanente “manoseo” del ordenamiento básico repercute institucionalmente en su progresiva fragilidad; en una creciente inseguridad jurídica; en la pérdida de un concepto claro acerca de cuáles son los valores esenciales y los soportes del sistema, ya que si todo se puede cambiar por el Congreso (Constituyente derivado) solamente en virtud de acuerdos políticos en su interior sin prestar mayor atención a los contenidos de lo reformado, o de lo nuevo que se introduce, ni a su compatibilidad o coherencia con el conjunto, las grandes líneas con las cuales se diseña lo fundamental de la estructura política van desapareciendo irremediablemente, y el documento final -si es que se llega alguna vez a él- termina por parecerse a Frankenstein.
No es que las constituciones deban ser irreformables; ni más faltaba que un estatuto político se pudiera considerar perfecto. Pero lo menos que puede pedirse es que su configuración primordial se estabilice y corresponda a la natural vocación de permanencia de los ordenamientos constitucionales, dando lugar a la estabilidad institucional e impidiendo la progresiva depreciación de la estructura acogida por el Constituyente originario.