El objetivo primordial de la Reforma Política del año 2003 consistente en fortalecer a los partidos, se ha logrado apenas parcialmente, toda vez que no consiste solamente en la reducción de su número, sino en la mayor cohesión de sus miembros, quienes –se supone- hacen causa común para el logro de unos propósitos y de unos criterios afines acerca de la sociedad y el Estado.
Se está obrando a la inversa: no se constituyen los partidos como instrumentos para alcanzar los expresados fines, sino que se crean, generalmente alrededor de una persona, con objetivos de corto plazo o coyunturales y sin vocación de permanencia, y solo después se les busca ideología propia y se piensa en los programas y propuestas.
De otro lado, varias de las instituciones creadas en 2003, llamadas a producir unas consecuencias de orden y estabilidad en la política, han generado, en cambio, desazón e inseguridad, tal vez no por culpa de las normas que las consagran sino por la presencia de otras normas no acordes con ellas, y por causa de las reglamentaciones y modalidades de aplicación efectiva de sus contenidos.
Así, por ejemplo, el voto preferente, traído con el fin teórico de promover decisiones democráticas -en cuanto el pueblo escoge directamente a sus candidatos predilectos, sin sujeción al bolígrafo-, se plasmó con carácter de optativo y provocó, en vez de la unidad interna en el seno de las colectividades, profundas divisiones en su interior, al punto de que, como acaba de verse en estas elecciones, los peores enemigos de cada candidato no fueron otros que los miembros de su propia lista.
En otro aspecto, los movimientos y partidos se crearon o fusionaron con la sola meta de superar el umbral, sin considerar la homogeneidad de quienes habrían de integrar las listas. No importaba el pensamiento, los antecedentes, los ideales políticos, las tesis de cada uno, sino su contribución al objetivo de pasar la cifra mínima de votos exigida por la Constitución. A cada cual, por su parte, sólo le interesaba salir elegido, sin parar mientes en ideologías o criterios, para las cuales -sencillamente - no había tiempo.
El Estado, por su parte, puso su granito de arena para añadir confusión donde ya la había, y diseñó una tarjeta electoral para muchos incomprensible, que omitió presentar a los electores los nombres de los candidatos -como lo exige la Constitución-, dando lugar a la manipulación sobre los votantes en la escogencia de sus opciones de sufragio, y neutralizando las posibilidades de quienes habrían podido ser elegidos merced al voto de opinión. Los sufragantes no manipulados, que pensaban encontrar en la tarjeta electoral a su candidato, no lo hallaban; no sabían el número que le correspondía; muchas veces ignoraban cuál era el logo del partido; y las cartillas anexas fueron para muchos indescifrables.
La tarjeta -además- incorporaba, en la misma hoja, la circunscripción nacional para Senado y la circunscripción especial indígena, con dos casillas para voto en blanco, lo que provocó en buena parte el lío en que nos debatimos sobre las votaciones respecto a las dos curules indígenas.
Todo esto aconseja la revisión inmediata e integral del sistema electoral vigente.