Por JOSÉ GREGORIO HERNÁNDEZ GALINDO
Papeleta redactada por el Gobierno de Virgilio Barco Vargas, con la
cual se voto por una Asamblea que reformara la Constitución de 1886
"para fortalecer la democracia participativa".
De cuando en cuando, más allá de la reiteración sobre el contenido de las normas -tan usual cuando se trata de celebrar los aniversarios de la Constitución-, es indispensable revisar cuál ha sido la práctica verdadera y efectiva de aquello que quisieron plasmar los delegatarios a la Asamblea Nacional Constituyente.
Como lo señalara hace años el jurista alemán Hermann Heller en su “Teoría de la Constitución”, no es lo mismo la Constitución formal que la Constitución real. En Colombia, equivocadamente, se suele preferir la formal: que las normas, los derechos y las garantías estén escritas, aunque no se cumplan en efecto.
Transcurridos veintiún años desde el 7 de julio de 1991, fecha en que principió la vigencia de la Constitución Política, varias observaciones cabe formular acerca de la manera en que, durante dicho lapso, se ha venido comprendiendo y aplicando una de las características esenciales del ordenamiento entonces aprobado: Colombia dejó de ser una democracia puramente representativa y asumió la forma de democracia participativa. Ese, al menos, era el propósito del pueblo cuando votó el 27 de mayo de 1990 por la convocatoria de una asamblea constitucional que reformara la centenaria Carta de 1886 "para fortalecer la democracia participativa".
Ese carácter del sistema constitucional vigente implica el reconocimiento de la soberanía en cabeza del pueblo y de su permanente posibilidad de tomar parte directamente en la adopción de las grandes decisiones en la vida del Estado y en todo aquello que lo pueda afectar. Así resulta de lo expuesto en el preámbulo constitucional y en los artículos 1, 2, 3 y 103 de la Carta Política, entre otras normas.
Debemos registrar que, a lo largo de la vigencia de la Constitución, los mecanismos de participación ciudadana (art. 103) no han sido usados por los colombianos.
En efecto, escasamente un precepto, hoy incorporado al artículo 122 de la Carta, resultó aprobado por el pueblo mediante el Referendo del año 2003. Los otros referendos -como el que buscaba dejar explícito el carácter fundamental del derecho al agua; el que pretendía instaurar la prisión perpetua para los violadores y asesinos de menores, o el reeleccionista- fracasaron por distintos motivos, en el Congreso o en la Corte Constitucional.
Si hablamos del plebiscito, no ha sido utilizado, como tampoco las consultas populares que puede formular el Presidente de la República (art. 104 C.P.). Que sepamos, no se ha producido hasta ahora ninguna revocatoria del mandato de alcaldes o gobernadores.
Por otro lado, salvo las reuniones de las comunidades indígenas -que en eso nos han dado ejemplo-, no ha tenido lugar el cabildo abierto, y no se ha dado ninguna consecuencia real al voto programático.
Tampoco han prosperado los referendos revocatorios de leyes, y son muy pocas las iniciativas populares en materia legislativa.
Adicionalmente, la Ley Estatutaria 134 de 1994, sobre mecanismos de participación, exige tantos requisitos para el ejercicio de ellos que lo ha hecho prácticamente imposible. A lo cual se añade que las autoridades electorales incrementan por su propia cuenta las exigencias -por ejemplo en el caso de la recolección de firmas-, complicando aún más la efectiva participación del pueblo.
Además, no hay un esfuerzo estatal por atender el mandato superior sobre pedagogía constitucional, que se traduce en el deber de divulgar la Constitución (art. 41 C.P.).
En fin, se nos ha quedado escrita la democracia participativa.