POR JOSÉ GREGORIO HERNÁNDEZ GALINDO
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El sistema de control constitucional establecido en la Carta Política de 1991, que significó la creación de la Corte Constitucional a la cual se confió la guarda de la integridad y supremacía de la misma, presenta sin embargo una falencia de gran magnitud que debilita en grado sumo el papel de dicha Corporación y que conduce a manifiestas contradicciones y a permanentes controversias cuyo efecto no es otro que la inseguridad jurídica.
El problema es creado por el artículo 237, numeral 2, de la Constitución, según el cual es competencia del Consejo de Estado la de “conocer de las acciones de nulidad por inconstitucionalidad de los decretos dictados por el Gobierno Nacional, cuya competencia no corresponda a la Corte Constitucional”.
De la norma resulta que se ha creado prácticamente una cláusula general de competencia en cabeza del Consejo de Estado en lo referente a la constitucionalidad de la mayoría de los decretos dictados por el Presidente de la República. De los muchos que expide el Jefe del Estado, los que corresponden a la Corte Constitucional únicamente son los de carácter extraordinario, es decir: 1) Los decretos leyes, dictados por el Presidente en ejercicio de facultades extraordinarias concedidas por el Congreso (art. 150, numeral 10, de la Constitución), 2) Los decretos legislativos, expedidos en los casos de declaratoria de cualquiera de los Estados de Excepción (Estado de Guerra, Estado de Conmoción Interior, Estado de Emergencia Económica, Social, Ecológica o por calamidad pública, según los artículos 212, 213 y 215 de la Constitución), 3) El caso de pérdida de competencia del Congreso para expedir determinadas leyes, como la del Plan de Inversiones Públicas, cuando el legislador ordinario ha dejado vencer los términos (art. 341 de la Carta Política).
Fuera de esos casos no hay otros en que los decretos presidenciales puedan ser demandados ante la Corte Constitucional.
En consecuencia, se presentan situaciones muy complejas, como la generada por la expedición de decretos reglamentarios mediante los cuales se invade la órbita constitucional del Congreso y cuyo contenido material es verdaderamente legislativo, pero que no son controlados por la Corte, por falta de competencia. Van entonces al Consejo de Estado, que los puede suspender provisionalmente y los podría anular por ese motivo, pero la dura realidad muestra que la suspensión provisional casi nunca prospera porque se exige una manifiesta, ostensible e innegable contradicción de bulto entre el acto examinado y las normas superiores, y en cuanto a la sentencia de fondo, pueden pasar muchos años antes de que sea dictada, en razón de la consabida paquidermia del mencionado tribunal. Por ello, cuando se declara la nulidad del decreto inconstitucional, si es que la declaran, ya ha surtido todos sus efectos negativos.
Pero, además, las concepciones jurídicas de la Corte Constitucional y del Consejo de Estado (ambas respetables) sobre el alcance y significado de normas, principios y criterios plasmados en la Constitución no siempre coinciden. Más aún: son muchos los casos en que no coinciden. De modo que se encuentran providencias contradictorias, lo que deja con frecuencia al ciudadano perplejo e indefenso.
¿Quién paga los platos rotos? El ciudadano del común, que nada puede hacer.