Palmira tipifica la tragedia del hambre anunciada. Escasas y pobres vías de acceso, nulos mecanismos de comunicación y mediocres controles ambientales, han convertido a la despensa agrícola de Colombia en un moridero.
POR TERESA CONSUELO CARDONA G. (*)
Parece inaudito que en un planeta como el nuestro, que lo tiene todo, tengamos que enviar delegados de todos los países a tratar el tema de cómo hacer para poder alimentarnos. Pero así es. Por una semana los delegados de los países miembros de la ONU discutirán al interior de la FAO (Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación) todas las cuestiones relativas a la alimentación y la agricultura, para que, mediante políticas internas, los Estados Miembros y los Miembros Asociados las lleven a término.
No es la primera vez que se hace. Desde 1945, cuando se creó la FAO, los países se han venido reuniendo cada dos años para lo mismo y, al parecer, han tenido poco éxito en garantizar que los alimentos lleguen a todos los habitantes del planeta. Según datos de la misma FAO, una de cada ocho personas de la Tierra está desnutrida. Es una cifra espantosa si se tiene en cuenta que la alimentación de calidad sirve para prevenir enfermedades, fortalecer la inteligencia, facilitar el aprendizaje y vigorizar nuevas formas productivas, especialmente en el agro. Es decir, una alimentación adecuada puede ayudar a vencer muchas de las formas de pobreza.
Las Naciones Unidas fijaron metas de reducción de pobreza extrema y el hambre para todos los países Miembros. Esas metas deben ser alcanzadas al terminar el 2015. Actualmente, sólo Cuba, Venezuela, Chile, Guyana, Nicaragua, Perú, Uruguay, Armenia, Azerbaiyán, Fiji, Georgia, Ghana, Samoa, Santo Tomé y Príncipe, Tailandia y Vietnam, han logrado ese objetivo de manera anticipada. Valdría la pena notar que estos países tienen políticas de Estado tendientes a la protección del agro, al fortalecimiento de los pequeños cultivadores y mantienen algunos subsidios, al tiempo que no tienen consideraciones especiales con los terratenientes, no protegen los monocultivos y han revisado la calidad de vida del campesinado.
Pero mientras los delegados presentes en Roma, bien nutridos y atendidos a cuerpo de rey, discuten sobre el hambre, la situación de nuestros territorios es lamentable.
El caso de Palmira tipifica la tragedia del hambre anunciada. Escasas y pobres vías de acceso, nulos mecanismos de comunicación y mediocres controles ambientales, han convertido a la despensa agrícola de Colombia en un moridero. Mientras las carreteras de las zonas planas construidas con dineros de todos son trituradas por vagones cargados con miles de toneladas de caña, las carreteras por las que baja la comida no pasan de ser caminos polvorientos. La generación de empleo por hectárea en la producción de caña de azúcar no se asoma mínimamente a la que requerida para producir comida. Las absurdas excepciones de impuestos a los cañicultores se suman a los beneficios que reciben de modo permanente. La capacitación técnica del agro nunca llegó completamente, pero las entidades del Estado dedican gran parte de su presupuesto a la investigación de especies de caña resistentes al clima, a los bichos y, muy seguramente, a los humanos. Mucho menos se invierte en investigar sobre comida. Y los índices de desnutrición, en todas las edades, son vergonzosos.
La tierra más fértil del planeta está siendo cultivada para favorecer la elaboración de biocombustibles y no de comida. Los campesinos tienen las tasas más altas de desnutrición y de hambre, desde antes de ser desplazados violentamente hacia las urbes, en donde su situación se ha agravado notablemente. El valle geográfico del río Cauca, en donde podría sembrarse la solución a todos los problemas, está cooptado por monocultivadores a los que poco les importa el destino de los habitantes marginados de sus parcelas. La caña de azúcar empieza a subir las faldas tendidas de la cordillera central sin que ninguna autoridad, ni ambiental ni agrícola, ponga los límites.
Los acuerdos de Roma serán muy importantes, no cabe duda. En unos días los delegados concluirán que uno de los problemas que más afecta al agro es el de los monocultivos que cierran las opciones a la variedad y con ello a la nutrición equilibrada. Nos dirán que la erradicación del hambre no da espera, porque miles de latinoamericanos, africanos y asiáticos, especialmente, están muriendo de causas asociables a una mala alimentación, sobre todo quienes viven en zonas de miseria, cercados por monocultivos. Que la especulación financiera con las tierras ha cobrado vidas humanas en todos los continentes y que hay que ponerle coto. Que el abuso con los precios de los productos agropecuarios es responsable de promover una escasez artificial de alimentos. Que hay comida para todos, pero que los mecanismos de integración de los países no permiten que los productos circulen, se siembren o se cosechen adecuadamente. Que la ciencia ha avanzado mucho, pero que la asistencia técnica agropecuaria sigue siendo costosa y debería ser subsidiada por el Estado.
A todas éstas conclusiones, por demás ciertas, los ciudadanos de a pie nos preguntaremos: ¿qué es lo nuevo? ¿Hay algo que no supiéramos?
Para evitar una posible disputa por alimentos, que tal vez sea a muerte, la FAO le recomendará al Gobierno Nacional y al Local que tome medidas urgentes al respecto. ¿Tendrán nuestros gobiernos la intención de evitar esa lucha inminente? O ¿esperarán a que se produzca esa catástrofe, para empezar a tomar las medidas que deberían evitarla? ¿Estaremos condenados a morir de hambre en la tierra más fértil del planeta?
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(*) Comunicadora Social–Periodista. Egresada de la Universidad del Valle. Docente universitaria. Investigadora de temas sociales. Editora. Escritora.