POR JOSÉ GREGORIO HERNÁNDEZ GALINDO
En cualquier sociedad, en especial la que se rija por el sistema democrático, es entendido que quienes, por elección popular, son llamados al desempeño de los cargos de mayor dignidad y jerarquía deben ser precisamente los mejores; aquellos que unen a sus conocimientos su experiencia, su voluntad de servicio y su formación intelectual y moral, de manera que aporten todo eso al objetivo primordial de lograr, como decían los antiguos, la mayor suma de felicidad del pueblo.
En ese contexto y con esas virtudes reunidas, lo mínimo que se puede esperar de los elegidos para las altas posiciones dentro de la estructura del Estado es su inquebrantable compromiso con las funciones que desempeñan, su respeto por la ley y el cotidiano ejemplo de su comportamiento, pues se supone que estamos hablando de los más destacados ciudadanos, quienes no pueden ser inferiores a la confianza que se les ha depositado.
Diríase que los ojos de la comunidad entera están puestos siempre en quienes conducen los destinos colectivos en cualquiera de las funciones estatales a las que se refiriera el barón de Montesquieu en su célebre “Espíritu de las leyes”, particularmente cuando se trata de los integrantes de las corporaciones públicas.
No nos extrañe, entonces, que la conducta de los altos servidores estatales, inclusive en aquellos aspectos del diario vivir que no guardan relación con sus funciones, resulte un indispensable punto de referencia para la ciudadanía, en concreto cuando se trata de tomar decisiones de carácter electoral. El votante, en las elecciones, tiene la oportunidad de renovar su fe en quienes ya conoce -y, según la Biblia, los conoce por sus frutos, es decir, por sus antecedentes, sus ejecutorias, sus aciertos y su buen ejemplo-, o, por el contrario, tiene la ocasión de castigar a los que han traicionado la confianza del pueblo.
En otros términos, en una democracia madura, el ciudadano tiene en sus manos el voto, que no solamente es el mecanismo para conocer la voluntad popular, sino que constituye un valioso instrumento de control político sobre quienes han sido escogidos y aspiran a seguir siéndolo.
En tal sentido, el sufragio corresponde a un acto consciente del elector, quien simultáneamente, siendo secreto ese acto, es responsable únicamente ante sí mismo por los efectos que en la colectividad tenga la decisión popular que con su participación ha prohijado.
Recordamos estos criterios a propósito de recientes conductas bochornosas de ciudadanos elegidos, que deberían ser sancionados mediante el voto.