José Gregorio Hernández Galindo
No son pocos los que han criticado y hasta irrespetado a la Corte Constitucional por el fallo mediante el cual se declaró, por razones de trámite, la inexequibilidad del Acto Legislativo 2 de 2012.
Desde luego, no se puede desconocer que en los últimos meses la Corte Constitucional ha proferido fallos tan equivocados como el relativo al artículo 17 de la Ley 4 de 1992, mediante el cual invadió la órbita del legislador y, para congraciarse con medios sensacionalistas, atropelló sin escrúpulos los derechos adquiridos, garantizados expresamente por el mismo Acto Legislativo 1 de 2005 que dijo defender; o como el que permitió la entrada en vigencia de una norma tributaria promulgada en el mismo año en que se hizo efectiva, pese a la expresa prohibición del artículo 338 de la Constitución; o como los que declararon la exequibilidad del Acto Legislativo 3 de 2011, que, so pretexto de la estabilidad fiscal, aplazó indefinidamente el Estado Social de Derecho, y la del Acto Legislativo 5 de 2011 sobre regalías, afectando gravemente el principio esencial de autonomía de las entidades territoriales; o como el que declaró la exequibilidad del incidente de impacto fiscal –que hace nugatoria la cosa juzgada en materia de responsabilidad del Estado cuando éste es condenado-, pese a que la norma se introdujo en los dos últimos de los ocho debates que ha debido surtir el Acto Legislativo, desconociendo abiertamente el principio de consecutividad reiterado en constante jurisprudencia de la misma Corporación.
Y aunque hay otras sentencias de constitucionalidad y de tutela no menos erróneas, las decisiones de la Corte, a la cual se ha confiado la guarda de la integridad y supremacía de la Constitución Política, deben ser respetadas por todas las autoridades y por los particulares, ya que esa es una regla de juego invaluable de nuestra democracia. Hemos aceptado, al someternos a la Constitución, que sus fallos son definitivos e inapelables. Y así debe ser.
Es un exabrupto pensar –como ya lo hemos escuchado- en un tribunal supraconstitucional, llamado a corregir los excesos de la Corte -que en efecto se han presentado-, pues nada nos garantiza que ese cuerpo sea infalible, y podría generarse una infinita cadena de equivocaciones.
Lo que se requiere es que los propios magistrados se comprometan a no abusar de su poder y apliquen el self-restraint (auto control) que existe en otros países y que inclusive impida lo que ya muchos proponen: la supresión de la Corte Constitucional.