LÁGRIMAS DE METAL

11 Jun 2012
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Por TERESA CONSUELO CARDONA G.(*)
 
Como si no tuviéramos motivos para llorar en Colombia, esta semana verificamos que la violencia contra las mujeres se arrecia, que los sistemas cuya integralidad deberían protegerlas o sanarlas, no funcionan y que todo lo que le sucedió a Rosa Elvira Cely no son casualidades o hechos aislados, sino una constante que se presenta en todo nuestro país.
 
 
Una serie de situaciones fueron evidenciadas en torno a la muy trágica muerte de Rosa Elvira Cely. Su sacrificio evidenció que los miles de millones de pesos que invierte el Gobierno en seguridad, no lograron protegerla. Las multimillonarias cifras que se destinan a la salud no pudieron garantizarle un servicio oportuno. Y los enormes recursos que invierte en el sistema judicial no pudieron mantener en la cárcel a un violador, reincidente, que abusó hasta de sus propias hijas.
Ya he dicho en esta columna que para que a las mujeres se les respete mínimamente, es necesario escribir, proclamar, exigir y protestar el derecho a ser respetadas. No es un derecho automático como debiera serlo. Cuando la mujer obtuvo el derecho al voto (como si fuera una concesión especial), apenas nos pusimos en condiciones de igualdad de un derecho político, que debería haber existido desde siempre. Sobra anotar, que pasaron décadas antes de que, en realidad, la mujer decidiera por quién votar. Su derecho al sufragio, multiplicaba el voto del hombre dominante de su familia.
La violación de los derechos y de los cuerpos de las mujeres es tradición en Colombia. Según cifras publicadas por Profamilia, en 2007, ¡hace 5 años!, unas 721.246 mujeres, entre 13 y 49 años, habían sido violadas en Colombia y en el 76% de los casos, las vulneraciones a sus cuerpos se había hecho por parte de personas conocidas. De ellas, el 6%, más de 43.000 mujeres habían sido violadas más de una vez. Como si este informe no fuera preocupante, también se supo que las mujeres violadas habían sufrido, además, golpes con objetos y heridas con armas de fuego y cortopunzantes, mordeduras, patadas, y muchas de ellas habían padecido intentos de estrangulamiento por parte de sus victimarios. Y solamente el 23% de los casos había sido denunciado ante las autoridades, porque, según lo afirman las víctimas consultadas, nadie les garantizaría la vida y la honra, después de acudir a las autoridades.
Pasaron 5 años desde cuando se publicó este informe que, seamos honestos, pasó inadvertido. Las denuncias que en ese sentido se hacen en Colombia, cuentan con la complicidad tanto de leyes permisivas como de una tramitología insoportable para quién ha sido víctima de la peor profanación del templo que es su cuerpo.
Tuvimos que ser testigos mediáticos de la brutalidad con la que fue tratada esta mujer de 35 años, madre soltera, cabeza de familia, estudiante de bachillerato, es decir, una mujer común y corriente, para que la violencia contra la mujer fuera un asunto que nos conmoviera. Pero sigue sin ser un asunto urgente.
La responsabilidad directa del crimen cometido contra Rosa Elvira Cely, recae sobre el violador y torturador que se cruzó en su vida. Sobre eso no hay discusión. El problema es que aunque un patrullero hizo ingentes esfuerzos por encontrarla viva y lo logró, a Rosa Elvira todavía le faltaba que la ineficiencia de los sistemas del Estado le propiciaran el resto de la tortura.
Tras ser trasladada a un centro de salud, tuvo que esperar por 4 horas la atención médica urgente que requería. Algunos me dirán que tras las brutales lesiones que sufrió Rosa Elvira, hubiera muerto de todos modos. Nunca lo sabremos. Pero una urgencia, es una urgencia. Y en relación con violencia sexual, una urgencia debería ser inaplazable por ningún motivo.
Pero en toda esta trágica historia, lo que nadie comprende es cómo su agresor, que había sido condenado por homicidio y había violado a su propia hija, estaba en las calles buscando víctimas. Tal vez la explicación esté en que por incesto el castigo es cárcel por 6 meses a 4 años. Así lo contempla el Código Penal, en su TÍTULO IX, Delitos contra la Familia, Capítulo Primero.
Me dirán que el agresor fue capturado en tiempo récord. Era obvio. Las autoridades sabían de él, tenían registros de sus antecedentes y sólo se necesitaba que cometiera otro crimen para capturarlo. Me parece que la explicación técnica deja por fuera la posibilidad de evitar el crimen.
Poco ha avanzado el país en el tema en los últimos cinco años, pese a las alarmantes cifras que le dan contexto a una evidente vulneración de derechos contra la mujer. Cómo pudieron los legisladores deducir que un hombre que viola a sus propias hijas es menos peligroso, que uno que comete delitos contra la Libertad y el Pudor Sexuales, y, por lo tanto, su pena es menor. Cómo pudieron ignorar a las más de 500 mil mujeres violadas en este país por un conocido. Cómo pueden ignorar la reincidencia de los violadores. Legisladores, fiscales y jueces tendrán una explicación convincente, que tranquilice su conciencia. Pero las mujeres que estamos expuestas cada día al ultraje y la vejación que significa el viacrucis de denunciar, no quedamos satisfechas. Y no podemos callar, como si nada hubiera pasado. Rosa Elvira Cely, tal vez, sea una víctima más. De nosotros depende que sea el principio del fin de esta práctica brutal, tan frecuente, que nos hemos acostumbrado a ella. Tan nuestra, que tiene que ser agravada por actos feroces, para poder sacarla del estándar y llamar la atención. Haber ignorado el informe de Profamilia del 2007, refleja un sexismo moderno que se materializaría en ignorar o retirar el apoyo a las demandas de las mujeres, o a subestimar sus reclamos. Es una negación de la discriminación que padecemos las mujeres.
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(*) Periodista. Comunicadora Social. Especialista en Gestión Política. Docente Universitaria. Clasificada en Categoría A1, por Colciencias (COL).
Modificado por última vez en Sábado, 28 Junio 2014 20:16
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