CONSIDERACIONES SOBRE EL CASO PETRO

16 Mar 2014
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POR JOSÉ GREGORIO HERNÁNDEZ GALINDO

Foto: www.elementosdejuicio.com.co

El que los medios de comunicación han dado en llamar “el caso Petro” va mucho más allá de la situación jurídica que, en un momento determinado, afecte al actual Alcalde Mayor de Bogotá con respecto a la condena administrativa de su destitución e inhabilidad por quince años proferida en su contra por el Procurador General de la Nación. Sea cual sea el resultado del debate judicial y sean cualesquiera las posiciones políticas que se adopten -algunas de ellas sinceras, la mayoría interesadas o previamente pactadas-, este asunto ha sido antecedente de cardinal importancia en muchos aspectos y de las enseñanzas que nos deja, algunas de ellas dolorosas, se desprenderán en el futuro, tarde o temprano, consecuencias institucionales.

Téngase en cuenta ante todo que Gustavo Petro fue un guerrillero del M-19 que se vinculó al proceso de paz adelantado por el gobierno del presidente Virgilio Barco Vargas, fue cobijado por indulto, entregó sus armas y se propuso alcanzar sus ideales democráticos y, si era posible, llegar al poder, no por la vía de la violencia sino por el camino de la creación de partidos y movimientos políticos, las campañas electorales y la votación ciudadana. Durante muchos años se sometió a los procesos democráticos; fue varias veces elegido en corporaciones públicas; ejerció con honestidad y  lujo de competencia el cargo de Senador de la República; adelantó investigaciones y debates de control político que fueron determinantes para descubrir, desenmascarar y poner en evidencia conductas delictivas y corruptas, logrando que la administración de justicia  se ocupara y sancionara hechos tan graves como los componentes de la denominada “parapolítica”, el paramilitarismo y los abusos de la violencia de grupos guerrilleros alzados en armas.

Su febril actividad de control político lo mostró ante el país como uno de los congresistas más serios y eficaces, pero también le granjeó muchos enemigos pertenecientes a distintos sectores, en especial los extremistas,  que jamás pudieron perdonarle su independencia. Fue candidato presidencial con muy buenas posibilidades; fundó el movimiento “Progresistas”  y, tras las elecciones de 2010, enfiló baterías contra la corrupción y los corruptos del denominado “carrusel de la contratación”. Como toda sanción disciplinaria, mientras que los procesos penales no avanzan, el Procurador General Alejandro Ordóñez Maldonado suspendió por unos meses al alcalde de la época; no lo destituyó y nunca pensó siquiera en inhabilitarlo para el desempeño de cargos públicos.

Petro se presentó como candidato a la Alcaldía Mayor de Bogotá y ganó, pero desde el comienzo de su gestión tuvo que enfrentar los ataques de sus malquerientes, que se propusieron –no importaba cuáles fueran los medios-  sacarlo del cargo y también de la carrera política. No vacilaron en atacar todas y cada una de sus propuestas; le endilgaron la conducta de pánico económico por haber propuesto la fusión de las empresas públicas de la capital de la República; demandaron su elección con el peregrino argumento según el cual estaba inhabilitado por el hecho de haber sido condenado a pena privativa de la libertad por un tribunal penal militar -cuando, en costumbre colombiana (hoy afortunadamente superada) podían juzgar y condenar a los civiles- por posesión ilegal de armas, como si no hubiera existido conexidad clara y evidente  entre ese delito y  el delito político de rebelión por el cual fue indultado un antiguo guerrillero. Al parecer los autores de la demanda ignoraban lo que jurídicamente significa esa conexidad, y también la verdad de Perogrullo según la cual los guerrilleros se llaman “alzados en armas” precisamente porque tienen armas. Después le quisieron frustrar en el Concejo Distrital su proyecto de reforma al Plan de Ordenamiento Territorial.

Posteriormente los enemigos del Alcalde intentaron dos estrategias simultáneas: una revocatoria del mandato y un proceso disciplinario en la Procuraduría por el hecho de haber decidido cumplir una decisión de la Corte Constitucional sobre el esquema de recolección de basuras en Bogotá. En este último asunto, habiendo el burgomaestre trasladado la prestación del servicio público correspondiente a una empresa pública –como debería ser la regla general, aunque el Procurador ahora diga que eso implicaba una violación a la libre empresa-, no faltaron los grupos de  saboteadores que, desde el día en que entraba a operar el nuevo sistema, se dedicaron a inundar la ciudad con desperdicios para generar la crisis. ¿Quiénes estaban tras el sabotaje? Este analista no lo puede decir porque no lo sabe, pero sí habría que preguntar, como lo hacían los antiguos, ¿a quién beneficiaba una ciudad sucia en esos días de diciembre de 2012? No precisamente al Alcalde. Pero lograron inculparlo del caos.

En pocas palabras, hubo quienes “se la juraron” a Gustavo Petro. No debería poder gobernar, y no debería culminar su período, pero tampoco aspirar a cargos de elección popular en el futuro. ¿Quiénes y por qué? Tampoco lo sabe este analista y lo deja al juicio de los lectores, pero, siguiendo la aludida metodología, se podría preguntar igualmente: ¿a quién beneficiaba la eliminación política de Petro, bien por la vía de la revocatoria del mandato, ya por el camino de lograr la arbitraria sanción disciplinaria que finalmente obtuvieron? Piénselo cada uno.

Para el efecto, tampoco faltaron las columnas periodísticas que descalificaron sin consideración ni asomo de sindéresis todo cuanto emprendió Gustavo Petro en la Alcaldía.

Vino después la estrambótica y desproporcionada decisión del Procurador Ordóñez, precedida por la parcializada investigación adelantada, con numerosas vulneraciones del derecho al debido proceso, nítidamente señaladas después por el Consejero de Estado Guillermo Vargas Ayala en documentada ponencia que infortunadamente resultó derrotada en la plenaria de esa Corporación sin que hubiese merecido, como ha debido ocurrir, un estudio serio y de fondo, en guarda de los derechos fundamentales quebrantados.

Sobre esa decisión, sigo pensando que se irrespetó ante todo el principio constitucional de legalidad, pues las conductas endilgadas y no demostradas a Petro -ser “mal alcalde”, en palabras del propio Procurador ante los medios, y haber violado la libre empresa por haber entregado lo público a entidades públicas- no constituyen faltas disciplinarias; si lo fueran -en gracia de la discusión-, no serían gravísimas, que fue la calificación no fundamentada de la Procuraduría; no daban lugar a la destitución, y de ninguna manera podían dar lugar a la desmesura de una inhabilidad de quince años para ejercer cargos públicos.

¿Hubo errores del Alcalde? Puede ser. Depende del enfoque y la perspectiva desde la cual se miren sus actuaciones. Un amigo del capitalismo salvaje considerará siempre que fue un error haber resuelto que una empresa pública prestara el servicio público de recolección de basuras. No así quien quisiera realizar los principios del Estado Social de Derecho, ni quien pensara que lo mejor era cumplir al respecto una providencia de la Corte Constitucional.

Y, otra vez en gracia de la discusión, digamos que hubo errores. Pero si por errores se debiera juzgar y sancionar disciplinaria y políticamente –inhabilitando a quienes los cometen-, ¿ cuál habría sido la suerte de quienes permitieron los ilícitos beneficios de la cárcel denominada “la Catedral”? ¿O la de quienes dieron lugar al despeje del Caguán? ¿O la del Procurador por haber designado en su Despacho a familiares de magistrados competentes para postularlo o de congresistas llamados a reelegirlo, o por haber desacatado sentencias de la Corte Constitucional en varias materias merced a sus convicciones religiosas?

Véase que el Procurador sostuvo ante los medios que el burgomaestre, en el asunto de las basuras, no había seguido las órdenes de la Corte Constitucional, porque ésta no le había ordenado contratar el aludido servicio público con entidades estatales. Es decir, que la falta disciplinaria, calificada por el Procurador en grado de “gravísima” y suficiente para aplicar la desproporcionada sanción, consistió en realidad –ni más ni menos- en haber  adoptado una decisión administrativa para poner en ejecución una política pública .además, anunciada por el Alcalde en su campaña-, en el sentido de confiar parcialmente  un servicio público a una entidad pública. Como si eso estuviera prohibido en la Constitución. Que no lo está, sino al contrario, según puede verse en el artículo 365 de la Carta Política, a cuyo tenor “los servicios públicos son inherentes a la finalidad social del Estado” (…) “…podrán ser prestados por el Estado, directa o indirectamente, por comunidades organizadas o por particulares”. La norma agrega que “en todo caso, el Estado mantendrá la regulación, el control y la vigilancia de dichos servicios”. Pero, para el Procurador, confiar un servicio público a una empresa pública es falta disciplinaria porque se atenta contra la libre empresa.

Eso quiere decir que el Procurador es capaz de transformar  la lista legal –taxativa- de las faltas disciplinarias (Código Disciplinario Único)  en un catálogo personal y arbitrariamente manejado,  que contempla sus propios conceptos neo-liberales acerca de lo que debe ser público –prácticamente nada, o muy excepcional-  y lo que, por regla prácticamente obligatorio, debe ser privado. Lo cual a su vez demuestra que dicho funcionario, a ciencia y paciencia de demócratas y juristas, ha venido acumulando un excesivo poder, un poder contra todos –incluido el pueblo-  en parte porque se lo otorga la normatividad, y en parte por el abuso de las atribuciones existentes, mediante  interpretaciones expansivas, como lo demuestran este caso y el de Piedad Córdoba. El mensaje es claro: funcionario que no comulgue con los criterios personales del Procurador, en materia política, administrativa, económica, filosófica o religiosa, está perdido.

En lo relativo a la competencia del Procurador, el artículo 323 de la Constitución -norma especial que, como tal, prevalece sobre la general- estipula: “En los casos taxativamente señalados por la ley, el Presidente de la República suspenderá o destituirá al Alcalde Mayor”. Y, aunque se diga lo contrario, mediante una mala interpretación de sentencias proferidas por la Corte Constitucional, que el Presidente no tiene otro camino que cumplir lo dispuesto por el Procurador, “sin chistar” –es decir, mecánicamente-, me niego a admitir que el Jefe del Estado solamente sea un firmón de cuanto le parezca decretar a la cabeza del Ministerio Público.

Ahora bien, en últimas dos altos tribunales –el Consejo de Estado y el Consejo Superior de la Judicatura- resolvieron que todo estaba bien y que no cabía una protección transitoria mediante acción de tutela transitoria, no obstante estar prevista así en la Constitución para evitar un perjuicio irremediable como el que afronta el Alcalde si el Presidente de la República decide obedecer al Procurador y consentir –ejecutando ciegamente su determinación- en que dicho funcionario haya invadido su propia competencia.

De otra parte, no estuvo bien que los magistrados que tienen familiares o relacionados nombrados por el Procurador y actualmente trabajando en la Procuraduría no hayan sido separados de la decisión. Quedó en duda su transparencia e imparcialidad.

 Finalmente, debemos recordar que uno de los principios esenciales del sistema democrático en lo que atañe a la administración de justicia –sin el cual ésta no podría operar sin choques catastróficos (y piensen en los ejemplos de lo contrario, dentro de la teoría del desastre) es el que se conoce bajo la denominación de “autonomía funcional del juez”.

¿En qué consiste? Para explicarlo con algún efecto pedagógico, puede usarse la conocida frase según la cual “cada alcalde manda en su año” (o “cada presidente en su período”, vistos los recientes sucesos de nuestro acontecer político). Lo que, pasado al campo de la administración de justicia, significa que, radicado un asunto, según la Constitución o la ley, en cabeza de un cierto juez o tribunal, quiere decir que, en lo concerniente a su decisión, ese juez o tribunal debe contar con la suficiente independencia para que todos los demás jueces o tribunales –incluidos sus superiores- respeten ese ámbito y le permitan fallar en el caso según su criterio, fundado en el estudio de las pruebas obrantes en el expediente del cual conoce y de acuerdo con la interpretación que hace del sistema jurídico aplicable.

Si esto es claro en el plano del Derecho interno, con mayor razón respecto a decisiones de tribunales u organismos internacionales. Por eso no se entendió, y en cambio sí fue irrespetuoso, que en medios de comunicación, al informar sobre el fallo del Consejo de Estado, hayan sido enviados -sin necesidad ni competencia- mensajes o instrucciones a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos acerca del sentido de decisiones de su exclusivo resorte dentro de la autonomía funcional que le ha conferido el Pacto de San José de Costa Rica. Desconociendo además que, según el artículo 93 de la Constitución, los derechos y libertades en ella contemplados “se interpretarán de conformidad con los Tratados Internacionales sobre Derechos Humanos ratificados por Colombia”.

Se olvidó también que, según la mencionada Convención Americana sobre los Derechos Humanos, los políticos, que son derechos humanos protegidos por el sistema interamericano y  objeto de amparo por ese organismo internacional, la ley puede reglamentar su ejercicio exclusivamente por razones de edad, nacionalidad, residencia, idioma, instrucción, capacidad civil o mental, o condena, pero “por juez competente, en proceso penal”. El Procurador no es un juez, carecía de competencia en este caso, y el proceso que adelantó no fue judicial, ni penal, sino puramente administrativo.

En suma, todo este proceso muestra:

-Que esta atrabiliaria decisión y el proceso que ha seguido después implican un pésimo mensaje para quienes están buscando una terminación del conflicto armado para acogerse a la democracia. Una democracia y una paz que pueden quedar en manos de servidores públicos arbitrarios.

-Que deben ser revisadas las desmedidas atribuciones del Procurador;

-Que futuros procuradores deben examinar sus reales atribuciones, para evitar incurrir en abusos;

-Que los altos tribunales deben regresar a la época en que, mediante la formulación y aceptación de sus impedimentos, cuando había posibles conflictos de intereses, garantizaban imparcialidad y transparencia en sus fallos;

-Que en Colombia, para mal del Estado democrático de Derecho, un ciudadano elegido popularmente puede ser fácilmente removido sin explicaciones, fundamento ni competencia, por una autoridad administrativa. Y algo hay que hacer al respecto.

-Que en Colombia al parecer no hay “complots”, pero –como las brujas- "que los hay, los hay". Y muchas veces los complotados logran sus propósitos.

 

Modificado por última vez en Sábado, 28 Junio 2014 20:16
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