IMPROVISACIONES

06 Nov 2010
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La decisión de un juez de ejecución de penas de Tunja, en el sentido de declarar cumplida la pena de los señores Rodríguez Orejuela, y la de la Fiscalía, al dejar en libertad al ex ministro Carlos Arturo Marulanda, han propiciado, como era de esperar, una polémica tanto en Colombia como en el exterior.

 

Lo primero que debemos observar, en el caso de los hermanos Rodríguez, es la precipitada condena, por parte del Ministro del Interior, proferida ante los medios de comunicación contra el juez Suárez Vacca, sin siquiera conocer la providencia dictada por éste y sin  reconocerle, como debería ocurrir en un Estado de Derecho, la presunción de inocencia contemplada en el artículo 29 de la Constitución.

 

Lo segundo,  la intervención  del gobierno en esta materia, cuando se trata de un asunto de la exclusiva competencia de los jueces. Por justificada que sea su preocupación, ella no lo excusa de cumplir el precepto básico de separación de funciones previsto en el artículo 113 de la Carta Política.

 

Lo tercero, el espectáculo de un Estado que, a última hora y de modo improvisado, busca desesperadamente motivos para impedir que los condenados salgan de prisión, cuando las autoridades competentes han debido adelantar cualquier diligencia antes, con celeridad y oportunidad,  si había bases para otros procesos o condenas. Así, por ejemplo, cabe preguntarse si la sentencia condenatoria contra uno de los Rodríguez proferida en los últimos días por el Tribunal de Distrito Judicial de Bogotá se habría producido de no presentarse el hecho de la inminente liberación de aquél. ¿Porqué en este tema no fallaban antes?.

 

Desde luego, el narcotráfico es un delito de la mayor gravedad y las sanciones que se aplican a quienes lo cometen deben ser proporcionales a esa gravedad; y deberían los narcotraficantes pagar en su totalidad las penas impuestas –que de por sí deberían ser altas-. Ello debería corresponder, no a la reacción gubernamental ante una concreta determinación judicial, sino a una política pensada, diseñada y desarrollada por el Estado en la materia, que evitara situaciones como la presente y que implicara un conocimiento claro de toda la sociedad acerca de que el delito es castigado con rigor y dureza. Y, desde luego, todo  debería ser expuesto de antemano, y no “a posteriori”, cuando ya los daños están causados.

 

Pero infortunadamente en Colombia no hay política criminal. El Estado da palos de ciego, y cambia las directrices de la administración de justicia de modo constante: aumenta o disminuye penas según la coyuntura y de acuerdo con los vaivenes de la opinión pública; establece una política de concesiones y beneficios (que siempre nos parecieron inadecuados y estimulantes del delito),  supuestamente para lograr el sometimiento de los grandes delincuentes a la justicia,  cuando en realidad era la justicia la sometida –como lo estamos viendo-, y se sorprende de sus propias normas cuando se aplican; impulsa –como ahora lo hace el gobierno- una reforma constitucional a la administración de justicia que no soluciona ninguno de sus graves problemas, como la congestión, la mora, el formalismo y la impunidad.

 

Si a ello agregamos las equivocaciones de la Fiscalía –que no son pocas-, el panorama es desalentador. El caso de Marulanda lo muestra: o se cometió un error hace siete años  -y se siguió cometiendo a lo largo de ese lapso, con extradición incluida-  o se está cometiendo ahora. No se sabe qué es peor.

 

En suma, es urgente que pensemos en serio y con profundidad y visión sobre los graves problemas de la justicia colombiana, sin que prosigan las improvisaciones.

 

 

Modificado por última vez en Sábado, 28 Junio 2014 20:16
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