¿LA PROPIA NEGLIGENCIA OTORGA FACULTADES?

26 Nov 2008
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No se nos oculta la gravedad de los hechos que se precipitaron en las últimas dos semanas por causa de la llamada “crisis de las pirámides”: unos sistemas no autorizados de captación de ahorro público, de hecho recaudaron y acumularon durante meses, a ciencia y paciencia de las autoridades, cifras increíbles -que, según los cálculos más conservadores, llegan a dos billones de pesos- provenientes de personas incautas pero ambiciosas, esperanzadas en utilidades imposibles que recibirían a muy corto plazo.

De pronto, extrañamente el mismo día, se desplomaron todas las pirámides, con la excepción de la más grande, y de inmediato, en distintas ciudades del país, verdaderas muchedumbres acudieron a reclamar la devolución de los dineros invertidos. Y sólo entonces se despertó el Gobierno: comenzaron a hablar los superintendentes Financiero y de Sociedades; el Ministro de Hacienda, y el Presidente de la República, éste último reconociendo la omisión oficial y a la vez sindicando de fraude básicamente a la única firma que permanecía en pie, y que seguía captando pero no como las demás, sino mediante un esquema de emisión de tarjetas prepago para adquisición de bienes y servicios.

Cuando David Murcia Guzmán, el cerebro del grupo denominado DMG, hablando desde Panamá, desafió al Estado y al propio Presidente, oponiéndoles una estructura organizada por los mejores abogados del país y hasta ese momento inexpugnable desde el punto de vista penal según el propio Fiscal General de la Nación, el doctor Uribe decidió acudir al Estado de Emergencia Social, cuya declaración se produjo en día festivo, no sin antes ejecutar en horas de la madrugada una gigantesca operación policial de cierre y sellado de las oficinas e instalaciones de la firma comercializadora. Eso bastó para que, ahora sí, el Fiscal General -quien dos días antes aseguraba no haber encontrado nada reprochable en la conducta de Murcia- hallara las pruebas necesarias para ordenar su inmediata detención y la de familiares y colaboradores. La policía panameña y la INTERPOL hicieron lo demás: capturaron al ingenioso financista de Ubaté y de inmediato lo enviaron encadenado a Bogotá, en donde, con la rapidez que durante años había brillado por su ausencia, le formularon cargos gravísimos y lo encerraron, bajo medida de aseguramiento sin excarcelación.

Desde el punto de vista jurídico, el Presidente hace uso del instrumento previsto de en el artículo 215 de la Constitución, según el cual la Emergencia puede ser declarada “…cuando sobrevengan hechos distintos de los previstos en los artículos 212 (Estado de Guerra Exterior) y 215 (Estado de Conmoción Interior) que perturben o amenacen perturbar en forma grave e inminente el orden económico, social y ecológico del país, o que constituyan grave calamidad pública..”(He subrayado).

La jurisprudencia de la Corte Constitucional no puede ser más clara: no cabe el Estado de Emergencia cuando los hechos invocados no sea sobreviniente, es decir, cuando se trate de hechos que habrían podido ser controlados y contrarrestados por el Gobierno con base en las atribuciones normales. Se trata de circunstancias graves que “sobrevienen”; aparecen, irrumpen, sorprenden. No es aplicable la figura frente a males crónicos, o a conductas reiteradas y de vieja data respecto de las cuales, inclusive, se ha tenido tiempo suficiente para expedir normas legales o reglamentarias.

Un principio elemental que aprendemos los abogados desde primer año dice que a nadie es lícito invocar su propia culpa para obtener beneficios o derechos. Por ello, resulta obvio que el Gobierno no puede fundarse en sus omisiones y laxitud para adquirir facultades extraordinarias.

Empero, seguramente la Corte Constitucional puede examinar la viabilidad de la emergencia dentro de otro criterio: el de que el Gobierno, con todo y sus omisiones, no podía permitir que la crisis creciera. Por ello, no es seguro que la Corte declare inexequible la Emergencia Social.

Veamos:

Varios sectores, comenzando por el Presidente de Fenalco, habían propuesto al Presidente de la República que declarara el Estado de Emergencia Económica, con el fin de dictar las normas de orden legal que permitieran sortear la crisis generada por la caída, al menos en 11 departamentos, de las famosas “pirámides” en cuyo fondo insondable habían caído los dineros captados de los ahorradores.

Aunque la Emergencia Económica habría podido ser una fórmula, con miras a adoptar medidas extraordinarias -y ya lo había sido en otros gobiernos, como el del Presidente Belisario Betancur en 1982, debemos reconocer que con éxito y con el aval de la Corte Suprema de Justicia en su momento, que ejercía entonces el control de constitucionalidad-, los hechos provocados por la debacle de las “”pirámides”" no encajaban todavía con exactitud en la previsión normativa, ya que no había en su momento síntomas de una verdadera crisis que comprometiera la economía en cuanto tal. Lo más indicado era proceder a usar el mecanismo de la Emergencia pero en su aspecto social, ese sí ya verdaderamente afectado, particularmente en cuanto a miles de ahorradores de bajos ingresos -estratos 1 y 2-, si bien, como arriba decimos, desde la perspectiva del Derecho Público no era claro que se cumpliera la exigencia que siempre ha hecho la jurisprudencia en el sentido de que los hechos que dan lugar a la declaratoria de la emergencia deben ser sobrevinientes e imprevisibles. Y si algo tenía el carácter de previsible, en lo que concierne a esta circunstancia, era que las “”pirámides”" se iban a desplomar.

En todo caso, en un análisis de la coyuntura a la luz de los preceptos constitucionales, bien podía enfocarse el fenómeno, no en relación con la innegable previsibilidad del desmoronamiento financiero de estos sistemas de captación -de hecho y de papel, y no controlados oportunamente por el Estado-, sino desde el punto de vista de la extensión de los efectos del desplome -ya ante la presencia real de hechos que se precipitaban incontrolados-, en una verdadera “”bola de nieve”" que amenazaba con crecer minuto a minuto, y que sin duda era de una gravedad inusitada respecto a la sociedad misma, cuya defensa –independientemente de lo acontecido antes- resultaba prioritaria. Además, la magnitud del problema -tanto en cuanto al número de depositantes defraudados, en todo el país, como en las cifras de dinero captadas y en peligro de esfumarse- había desbordado las posibilidades de control del Gobierno y resultaba imprescindible dictar normas eficaces y prontas con miras a su solución, sin perjuicio de la responsabilidad de las agencias estatales que no tomaron antes las necesarias medidas.

Como se recuerda, el Estado de Emergencia fue plasmado por primera vez en 1968, con el objeto de abarcar situaciones de grave perturbación que tradicionalmente habían sido resueltas mediante el uso de las atribuciones presidenciales del Estado de Sitio, y que conforman un concepto diferente del orden público: el que Alfonso López Michelsen denominó orden público económico y social.

El tema financiero, por su misma naturaleza, guarda muy especial relación con esa perspectiva del orden público, pues bien se sabe -como lo está viviendo el mundo entero a raíz de la crisis desatada en el segundo semestre de 2008- de los catastróficos efectos que generan en la economía una crisis, y hasta un desliz, de las entidades y personas que manejan, aprovechan o invierten los fondos denominados “de captación”, que son los dineros provenientes del público con los cuales trabajan precisamente los intermediarios financieros, cuyas transacciones repercuten necesariamente en todos los sectores. Un traspiés, o una caída del sistema financiero; o el pánico generado en torno a la confiabilidad de quienes han recibido depósitos o inversiones, causa, con una gran rapidez, como en el ejemplo del dominó, la caída de otras instituciones, y lo más probable es que el cáncer haga metástasis, y se extienda de modo inevitable a todo la economía y afecte a la integridad de la sociedad.

Un caso muy similar al que en noviembre de 2008 afrontaba Colombia, e iniciado también de manera parecida, fue el de Albania, cuyo régimen se quebró irremisiblemente y de modo incontrolable.

Después de las declaraciones del Presidente Álvaro Uribe, reconociendo paladinamente la omisión de autoridades de vigilancia y control, y denunciando graves hechos que comprometían la confiabilidad de instituciones que en los últimos años habían captado miles de millones de pesos, la alarma social era inevitable, por cuanto se advertía que las dimensiones de la perturbación eran de mucha mayor magnitud que las imaginadas inicialmente. Y lo que no podía hacer el Estado era permanecer en la paquidermia y la vacilación.
(Tomado de www.razonpublica.org, 26 de noviembre de 2008)

Modificado por última vez en Sábado, 28 Junio 2014 20:16
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