Quienes hemos hecho parte de la comunidad universitaria de la Javeriana, en calidad de estudiantes o profesores, conocíamos muy bien a “Calidoso”, el habitante de la calle que, con sus mascotas, permanecía en los alrededores de la sede y particularmente en el túnel de la calle 40 con carrera séptima. Con él, proveniente de Cali, no tenemos memoria exacta desde cuándo, los estudiantes establecieron una relación amable, cordial, amistosa, pues “Calidoso” no era tan solo alguien que pedía al transeúnte, sino que espontáneamente se solidarizaba con la juventud, en rapidísimos cruces de palabras, cuando ellos se dirigían a sus clases o salían de la Universidad. No era extraño que alguno entrara en diálogo con él, e inclusive, lejos de inspirar temor, generaba confianza y muchas veces los defendió frente a eventuales delincuentes.
El cuatro de mayo, sin embargo, mientras dormía, en un acto cobarde y criminal, unos desalmados rociaron gasolina sobre su cuerpo y le prendieron fuego, junto con sus mascotas. Murió tras varios días de inútiles esfuerzos de los médicos del Hospital San Ignacio.
Lo que se vio ayer, durante el homenaje que le rindieron sus amigos y amigas de la Javeriana, fue verdaderamente conmovedor, porque fue un acto sincero. Dolor, claro está. Pero sobre todo indignación, rabia, incredulidad, perplejidad ante el horrendo hecho. Vergüenza.
Exigencia colectiva a las autoridades para que la atrocidad, la crueldad y la sevicia no queden impunes. Y preocupación por el hecho de que nuestra sociedad tenga entre sus miembros a semejantes enemigos del género humano.