A la vez, precisamente como consecuencia del escándalo, han surgido o reaparecido numerosas propuestas de reforma al sistema vigente, e inclusive algunos columnistas de prensa han reiterado la idea de revocar en un solo acto los nombramientos de todos los magistrados de las altas corporaciones.
Es necesario que el debate al respecto sea integral y que comprenda todos los aproblemas y asuntos relevantes a nivel institucional y en relación con la estructura del Estado, visto en su conjunto. Que la discusión legislativa o constituyente, o de reforma sobre el particular no se adelante “en caliente” y tan solo a raíz de lo ocurrido en los casos que ahora son objeto del conocimiento público y que afectan a una u otra corporación. Entre otras razones porque hace tiempo se viene actuando así -al impulso de los titulares de prensa y televisión-, sin que haya ningún resultado normativo en firme y bien estructurado, como tendría que ser.
La crisis del Derecho
De entrada, quiero afirmar que la crisis de la administración de justicia en Colombia no se entiende, en sus raíces, ni en sus posibles soluciones, si no se la inscribe en el contexto de una generalizada y grave crisis del Derecho.
Ya desde hace un tiempo, en diversos documentos, artículos y conferencias, quien esto escribe ha mostrado preocupación –compartida por académicos y juristas- por el creciente fenómeno de pérdida de poder o de vigor efectivo del Derecho en el seno de la sociedad colombiana. Ese fenómeno se ha venido acentuando en los últimos años, en especial por el auge de la corrupción en las ramas del poder público y –para venir a nuestro tema- en algunos sectores de la administración de justicia, por la interferencia política en los procesos de selección de los altos funcionarios judiciales y de las cabezas de los organismos de control, además de la manera como el Gobierno y el Congreso han querido plasmar -en normas votadas a la carrera y sin discusión- los compromisos estatales y las consecuencias jurídicas de los acuerdos de paz, su implementación y desarrollo.
Es como si el Derecho -de suyo relativo, por su misma naturaleza, pero no al nivel de desdibujarse y convertirse en plastilina- hubiera llegado a la relativización absoluta, es decir, a desparecer como sistema establecido, desde las épocas más remotas, con el objeto de ordenar la vida en sociedad, de realizar la justicia, de encuadrar y delimitar -mediante principios y reglas- el ejercicio del poder, evitando o sancionando los abusos, y amparando la libertad y los derechos, para –en cambio- convertirse en cúmulo de normas sin sentido propio y sin coherencia interna, siempre sujeto a las interpretaciones ingeniosas y a los argumentos sofísticos, cuando no a la malintencionada desfiguración y alteración de sus contenidos esenciales con la finalidad de satisfacer apetitos políticos o intereses particulares y de grupo.
La crisis del Derecho llegó a su máximo punto cuando la voluntad del pueblo –expresada en las urnas, en un plebiscito- fue desacatada con artificiales pretextos -infortunadamente aceptados por la Corte Constitucional- para que un órgano constituido -el Congreso-, sin autorización ni facultad alguna otorgada por el Constituyente, confundiera su función de control político -que, desde luego, podía y debía cumplir- con la potestad de refrendación popular que, como su nombre lo indica, reside exclusivamente en el pueblo. En él reside, según el artículo 3 de la Constitución, la soberanía, de la cual emanan los poderes públicos. El pueblo la ejerce directamente o por medio de sus representantes, pero la Constitución afirma que, en este último caso, ese ejercicio únicamente tendrá lugar en los términos que la Constitución establece. El Congreso no gozaba de atribuciones constitucionales para sustituir al pueblo en su potestad de refrendar el Acuerdo de Paz.
El pueblo -el 2 de octubre de 2016- ya se había pronunciado, en sentido negativo, frente al primer Acuerdo de Paz –Cartagena, 26 de septiembre de 2016-, y, si las cosas en Derecho se deshacen como se hacen, el segundo Acuerdo -Bogotá, 24 de noviembre de 2016-, que según el Gobierno se ajustaba al veredicto popular del 2 de octubre, ha debido ser sometido también a la votación popular en plebiscito.
Pero, aparte de esa flagrante desobediencia al pueblo, que por tanto desconoce la democracia y el Derecho, lo cierto es que las fórmulas de ingenio para burlar la Constitución -la base de nuestro orden jurídico- han sido muchas.
El grado de corrupción que se ha puesto en evidencia por causa de las actuaciones ilícitas -hoy investigadas- de magistrados, ex magistrados, jueces y fiscales, hará mucho daño a la democracia y a la organización política, pues, ahora en cuanto a la rama judicial, se han perdido, o al menos se han debilitado en grado sumo, factores esenciales para la supervivencia del sistema democrático y del Estado de Derecho -la credibilidad y la confianza pública, nada menos-, como ya desde hace tiempo se habían perdido en los casos de las ramas legislativa y ejecutiva. Estas últimas porque, además de otros motivos, eso de desobedecer el mandato popular -ignorando los resultados de un plebiscito-, o de exceder la órbita de competencia del Congreso para, por fuera de ella, sustituir de modo abusivo al constituyente primario en la refrendación de acuerdos de paz, no son actuaciones encomiables, ni leales, ni actos de poder que perdone el pueblo.
Individuos e instituciones
En cuanto a la justicia, duele mucho que individuos a quienes el sistema jurídico distinguió y honró al llevarlos a la cúspide hayan pisoteado su investidura. De allí que, en nuestro criterio, quienes, habiendo sido jueces o magistrados, sean hallados responsables y condenados por delitos como los que ahora se denuncian, deban ser despojados -así sea de manera simbólica- del título y de la toga, por indignos.
No obstante, mal haríamos en estimular la confusión entre los actos de funcionarios inmorales y las instituciones judiciales en sí mismas. Por el contrario, es del caso recomendar prudencia -desde luego, sin perjuicio de la investigación plena, profunda y pronta de los hechos, para aplicar las pertinentes y más fuertes sanciones a los delincuentes- y pedir a los órganos estatales, a los medios de comunicación y a la ciudadanía que preserven, ante todo, la intangibilidad y respetabilidad de las instituciones en cuanto tales, que no deben ser sacrificadas por causa de algunos de sus transitorios integrantes y representantes. Que paguen los corruptos, sin contemplaciones, pues la impunidad es inaceptable, pero que logremos sacar a flote a las instituciones democráticas que durante más de dos siglos hemos configurado y estructurado.
Reformas e improvisación
Eso no quiere decir que las normas vigentes sean o deban ser irreformables. Aunque no son ellas las culpables del abuso y la indelicadeza de unos de sus miembros -en mal momento elegidos o designados-, lo cierto es que, habida cuenta de la manipulación y del ilícito aprovechamiento del sistema vigente, resulta imperativo replantear muchos elementos del sistema. Debe ser revisado integralmente, de modo que en verdad garantice la total independencia de la rama judicial y elimine las posibilidades de acceso a los altos cargos merced a la politiquería, la mendicidad electorera y los compromisos, restableciendo la importancia de las hojas de vida limpias, la sólida formación jurídica, el conocimiento, la impecable trayectoria judicial, como criterios de selección. Y establecer un órgano superior, del más alto nivel, que investigue y juzgue a los aforados.
Pero nada de eso se puede improvisar, ni tramitar por la vía del “Fast track”. Merece estudio, debate y buen juicio, ante el país y por una corporación distinta del Congreso, cuyos miembros sean elegidos por voto popular. Sin riesgos de que, cuanto se apruebe sea declarado inexequible, como ya ocurrió.
Aunque hemos manifestado -y lo reiteramos- que la causa fundamental de la grave crisis por la que pasa la Justicia en Colombia no reside en las normas vigentes sino en la falta de dignidad de personas en concreto y en la generalizada pérdida de valores morales y de principios, lo cierto es que, dado el alto grado de desprestigio que las conductas, abstenciones y moras han generado en el sistema vigente, se hace indispensable reformarlo.
Además, la polítiquería y la pérdida de independencia de los órganos encargados de aplicar el sistema está predominando en todas las decisiones, y la polarización que se advierte en todas las esferas por causa de la implementación de los acuerdos de paz hacen muy difícil que, en el actual estado de cosas, se llegue a garantizar que se tendrán procesos eficientes, prontos e imparciales. Es necesaria la reforma del sistema en su integridad y por un cuerpo independiente de origen popular, y para ello la única vía es una asamblea constituyente.
Ya se vió que los resultados de un plebiscito -y lo mismo pasaría con un referendo- no son respetados por el Gobierno, ni por el Congreso. Por tanto, como en Derecho las cosas se deshacen como se hacen, resulta inaplazable la convocatoria de una asamblea que supere las actuales diferencias políticas y que refleje la voluntad de verdadera paz y justicia del pueblo colombiano.
La reforma que, en materia de administración de justicia introdujo el Congreso mediante Acto Legislativo 02 de 2015 fue declarada inexequible por la Corte Constitucional, partiendo del supuesto de que se se sustituía la Carta Política, aunque, en una gran contradicción, la propia Corte declaró que procedimientos como el "Fast track" y la "refrendación popular" del Acuerdo de Paz (sustituyendo el Congreso al pueblo) no sustituían la Constitución.
Entonces, como tampoco se puede depender de los bruscos e inexplicables cambios de jurisprudencia de la Corte Constitucional, el camino indicado es volver a la Constituyente, y no solamente por razón de la crisis en la administración de justicia sino por la crisis institucional que se ha profundizado en el último año por causa de actuaciones del Ejecutivo y del Congreso, que han resuelto, mediante interpretaciones acomodaticias, pasar por encima de los principios y mandatos constitucionales para lograr objetivos de corto plazo. Se ha desconocido y adulterado sin rubor el orden jurídico que venía en vigencia y se lo ha reemplazado por un caos normativo en el que nadie sabe cuál es la Constitución, ni hasta dónde llegan las atribuciones de los órganos del poder público.
La administración de justicia colombiana, y el ejercicio mismo del Derecho, que en el pasado merecieron respeto y fueron motivo de orgullo dentro y fuera de nuestro territorio, viven uno de los momentos más críticos y difíciles de su historia. Con honrosas excepciones, pululan los abogados sin conciencia y sin ética profesional, y muchos jueces, fiscales, magistrados y corporaciones judiciales han perdido independencia, imparcialidad y credibilidad; han dejado de ser ejemplos de cordura, sabiduría y honradez, para ser buscadores de poder, prebendas y dinero; toman decisiones con criterio político o de conveniencia, y -lo peor- los casos de corrupción judicial han aumentado de modo alarmante en los últimos años.
Por otra parte, también con excepciones, la formación jurídica de no pocos funcionarios judiciales -igual pasa con los abogados- deja mucho que desear. La justicia se ha politizado y burocratizado. Por regla general, el hábito de estudio se ha perdido, y se los ve desactualizados y vacilantes. No se tiene una visión integral y coherente del Derecho, y en juzgados y tribunales se ha extendido la pésima costumbre de delegar la redacción de autos y sentencias en empleados subalternos, sin suficiente preparación. Además de la consabida morosidad y de la ya insostenible acumulación de procesos en los despachos, se percibe la perniciosa tendencia a firmar sin leer, lo cual denota irresponsabilidad y falta de criterio jurídico. No es extraño encontrar providencias con deficiente o contradictoria motivación, redactadas a la carrera, sin una eficiente valoración de los hechos y sin fundamento en las normas constitucionales o legales.
A ello se suma que muchos abogados sin ética ni principios, y carentes de los necesarios conocimientos en Derecho, consideran que la mejor forma de ganar los pleitos no reside en la adecuada y firme exposición de sus razones, ni en la solidez de sus exposiciones verbales o escritas, ni tampoco en la firmeza de su argumentación, ni en el debate jurídico, ni en la contundencia de las pruebas, sino en la mayor habilidad para dilatar los procesos; para manipular el reparto; o para procurar la compra de empleados y funcionarios judiciales.
Ante semejante situación, las facultades y los profesores de Derecho tenemos que asumir, con sentido de nuestra alta responsabilidad, la tarea -ciertamente difícil pero indispensable y urgente- de rescatar para el Derecho su prestigio. Tenemos el desafío de entregar al país y a la sociedad nuevas promociones de abogados íntegros y capaces; honestos y leales; bien formados en Derecho; con criterio jurídico; convencidos de su trascendental función en el seno de la sociedad, la cual consiste -como lo hemos recalcado- en la incansable y recta búsqueda de la justicia, la verdad, la igualdad y de la seguridad jurídica; en la reivindicación de los valores y principios constitucionales; en el compromiso con la moralidad, la autenticidad y la legitimidad. En fin, hemos de extirpar, en beneficio de las nuevas generaciones de juristas, los muchos vicios que hoy afectan a la administración de justicia y los no menos graves que se han adueñado de muchos bufetes.
En cuanto a la función judicial, hemos de repetir que ella no puede ser adecuadamente ejercida si quienes administran justicia carecen de idónea y completa formación jurídica y humanística; si tienen compromisos con objetivos ajenos a su misión; si les falta independencia, imparcialidad, rectitud, moralidad.
El país no puede permitir que periclite la Justicia, porque ello haría que fracasara la democracia.
La administración de Justicia, una función sagrada
Es bien conocida la expresión del jurista romano Ulpiano, del siglo III de nuestra era, para quien la Justicia (Iustitia) no significa otra cosa que “constans et perpetua voluntas ius suum cuique tribuendi"; es decir, “la constante y perpetua voluntad de dar a cada cual lo suyo”, o -según otras traducciones - “la constante y perpetua voluntad de dar a cada uno lo que le corresponde, ni más, ni menos”.
Por su parte, Aristóteles ya había sostenido: “¿Es un deber unido a la justicia el tratar a todo el mundo bajo un mismo pie de igualdad en las relaciones sociales, o no lo es?. Concibo que se entablen relaciones con la persona que se encuentre, cualquiera que ella sea, y que en el acto se ponga uno a su nivel (…); peor dar a cada uno, en estas relaciones, todo lo que merece según su mérito, parece ser absolutamente una obligación en el hombre justo y que quiere conducirse como es debido”. (1).
Si nos atenemos a estos conceptos, quien administra justicia (la distributiva, para nuestro análisis) no tiene una función diferente de establecer, en Derecho, qué merece cada cual en los asuntos confiados a su jurisdicción, y una vez establecido, con base en pruebas y sobre la base de las normas aplicables, ordenar que así se haga, no a título de favor, ni de prebenda, ni tampoco de manera discriminada o parcial, sino como un deber del Estado por conducto suyo. Lo justo es lo justo, lo que corresponde, lo que cada cual merece, no lo que se compra, ni lo que se logra por influencias o preferencias, ni tampoco lo que se pierde por falta de ellas.
La justicia es el valor supremo del Derecho. De suerte que, en un Estado de Derecho, la justicia no puede quedar librada a la voluntad política de quien la administra, por intereses políticos o por compromisos, porque, en su esencia, acceder a la justicia y obtener que quien la administra decida si, según ella, se es o no favorecido, es un derecho de todos y cada uno, que supone la imparcialidad, objetividad e incorruptibilidad del juez.
Digamos también que los jueces no “dispensan” la justicia. No la entregan según su querer, sus deseos o sus odios o favoritismos, ni de acuerdo con los interese propios o ajenos, sino que la administran, siempre de acuerdo con la ley y de manera motivada, de conformidad con lo encontrado y jurídicamente valorado en las pruebas decretadas o arrimadas al proceso.
Aunque el juez puede, y debe, interpretar las normas que aplica, eso no significa que las pueda usar, ni desvirtuar, a su acomodo. La rectitud del juez radica en valorar las pruebas a la luz del derecho y resolver también según el Derecho. No por otros motivos o razones.
Los magistrados y los jueces no pueden ejercer su función si pierden independencia e imparcialidad, rectitud, moralidad. Por definición, eso que hacen a nombre y por autoridad del Estado y según la Constitución y las leyes -“Juris dictio”, decir el Derecho- , se erige en la más grave y alta responsabilidad.
Los jueces tienen en sus manos una trascendental tarea -quizá la más delicada y difícil de todas las que corresponden al Estado-, consistente, nada menos, que en resolver, en decidir sobre los más diversos asuntos y desatar las controversias, con fuerza de verdad y con efectos vinculantes. De modo que, sin perjuicio de los recursos existentes, se parte de la base de que cuanto resuelven se ajusta al Derecho, realiza el orden jurídico, materializa en casos concretos la voluntad en abstracto del Constituyente y del legislador, así como los valores y los derechos fundamentales, restaurando aquello que debe ser restaurado y reparando lo que debe ser reparado. De allí que los jueces y magistrados, y sus providencias, merezcan el respeto y la confianza dela sociedad en general y de los ciudadanos en particular. Se acude a ellos para que impartan justicia y, una vez fallado el punto en discusión, se presume que lo han hecho, de manera que, en firme el fallo, las partes han de respetarlo, y debe ser ejecutado con el apoyo del aparato estatal.
Por ello, a la idea de administrar justicia son inherentes los conceptos de independencia e imparcialidad del juez. Sin esas características, nada de lo dicho puede cristalizarse en el Estado de Derecho.
Como lo escribimos hace unos años (2), “ser independiente significa estar en capacidad de decidir en cada caso con entera libertad porque (el juez) está exento de cualquier compromiso, grande o pequeño, con intereses o fines distintos de lo que deben inspirar al juez en el sagrado ejercicio de sus atribuciones”.
Agregábamos: “El juez independiente estudia el proceso sobre el cual habrá de fallar, sin prevención alguna. Su única preocupación consiste en acertar, administrando la justicia que encarna y representa, y hacerlo apoyado en su convicción, fundada en los elementos de orden fáctico y jurídico de los cuales dispone y según lo que objetiva e imparcialmente le dicta su conciencia. Por tanto, no calcula su fallo…”.
Visto lo ocurrido en casos recientes, hemos de acotar: el solo cálculo del fallo, con propósitos ajenos al Derecho, ya es un desvío ilícito de la función judicial. Acomodar las decisiones para satisfacer o molestar a alguien, sin fundamento en las normas y en los hechos, inclusive si ello se hace por consideraciones políticas, altruistas o religiosas, es ya un comportamiento delictivo. ¿Qué se dirá del juez o magistrado que se atreve a acomodar sus fallos, o que se presta para demorarlos o precipitarlos ilícitamente, o que altera, disfraza o compone sus motivaciones o decisiones para producir ciertos efectos porque le han comprado -y, por ende, ha vendido- su conciencia, es una vergüenza para la administración de justicia y para el Estado. No merece la toga, de la cual se lo debe despojar, porque la ha mancillado y pisoteado.
Sin generalizar, pero lo que está pasando en Colombia en materia de Justicia es muy grave.
La Justicia, el valor por excelencia del Derecho, es indispensable en toda sociedad. La certeza del ciudadano en el sentido de contar con jueces probos e independientes, que fallarán en Derecho y realizarán la Justicia se constituye en la más preciosa garantía de los derechos y de la libertad, y en sostén de la convivencia pacífica.
Eso implica confianza, elemento necesario para que las relaciones jurídicas y los fenómenos propios de la convivencia entre seres humanos, así como los acontecimientos de la vida social, política, económica y cultural se desenvuelvan en condiciones mínimas de normalidad, y con ajuste a unas reglas establecidas por la autoridad competente.
Sin Justicia no puede haber orden, ni paz, ni seguridad, ni estabilidad, ni es posible la realización de los fines del Estado. De ahí que la Constitución haya confiado a los jueces y magistrados la autoridad suficiente con miras a la defensa y protección de los derechos y el poder imprescindible para resolver con fuerza de verdad jurídica y efectos vinculantes los conflictos y para imponer, dentro de las reglas señaladas por el legislador y previo el debido proceso, las sanciones que merecen los transgresores de la ley.
Por ello, los gobernantes y la ciudadanía deben respeto a sus jueces, cuyas providencias deben ser acatadas, sin perjuicio de los recursos contemplados en las leyes.
Desde luego, ese respeto, esa credibilidad, esa confianza, y esa certidumbre colectivas provienen de una presunción que resulta de las instituciones y que está implícita en el ordenamiento jurídico del Estado. Ella, sin embargo, no pertenece a la categoría de las presunciones de Derecho porque admite prueba en contrario. Es una presunción juris tantum.
¿A quiénes corresponde la inmensa responsabilidad de sostener la confianza, la credibilidad y el respeto que deben inspirar las decisiones judiciales y la actividad de los jueces? A ellos mismos. Su talante debe ser diáfano, transparente, serio, certero en lo jurídico, inquebrantable en lo ético; invulnerable ante presiones, halagos y diatribas; independiente del poder; ajeno por completo a toda forma de parcialidad; lejano de compromisos, amistades y debilidades.
Los jueces, desde el inferior en la jerarquía, en el más lejano municipio, hasta el Presidente de la Corte Constitucional, merecen el respeto de sus conciudadanos y el acatamiento de todas las autoridades, pero día por día tienen que trabajar y estudiar para no perderlo. Con el objeto de preservar su credibilidad y de realizar una auténtica justicia en todas sus providencias, la tarea de cada uno de ellos y de las corporaciones a las que pertenecen ha de ser cada día más esforzada y mejor fundamentada en el Derecho, con el fin de que las decisiones que adopten realicen siempre el valor de la Justicia –con mayúscula-.
El comportamiento de jueces y magistrados no puede generar ni la más mínima sospecha de corrupción, parcialidad, compromisos indebidos, abyección, vulnerabilidad a los amores, a los odios, al aplauso o al ataque periodístico o académico.
En lo propiamente judicial, lo que se espera es el ánimo desprevenido ante el expediente. Han de penetrar en él sin previa inclinación –favorable o desfavorable-, decretar y practicar las pruebas, si hay lugar a ellas; examinar los hechos a la luz del Derecho, motivar la decisión y fallar de manera coherente con ella. No a la inversa, como hacen quienes se han desviado de su misión, que primero toman la decisión y después buscan la motivación y el argumento.
Una propuesta improvisada y riesgosa
El Congreso no debe cometer el error de reducir la reforma a la administración de justicia -como quiere el Ejecutivo- a un "mico", introducido a última hora en la reforma política. Obsérvese que el solo hecho de incluir en el texto una materia totalmente nueva y por completo ajena al tema predominante en el proyecto de acto legislativo, y de mucha mayor complejidad, atenta de manera flagrante contra el principio de unidad de materia contemplado en el artículo 158 de la Constitución.
Ahora bien. Definitivamente, no es serio ni razonable que un asunto de tanta trascendencia para el país se tramite a la carrera y de modo precipitado, solamente para "salir con algo" ante los medios de comunicación por causa de los vergonzosos hechos descubiertos por autoridades de los Estados Unidos y después por organismos colombianos sobre corrupción de algunos fiscales y magistrados de la Corte Suprema de Justicia, en connivencia con abogados litigantes en ejercicio. No se nos olvide que hay varios casos anteriores de corrupción en la rama judicial que no han sido resueltos, ni pasemos por alto que los voceros de las altas corporaciones siguen pensando que su juez debe seguir siendo el Senado, pasando por la inepta Comisión de Acusaciones de la Cámara de Representantes.
No puede tramitarse como un artículo más del proyecto de reforma política, porque el Acto Legislativo 1 de 2016 contempla el procedimiento abreviado del "Fast track" única y exclusivamente para los efectos de la implementación y desarrollo del Acuerdo de Paz firmado con las Farc el 24 de noviembre del mismo año en Bogotá. El tema de la justicia es mucho más amplio y profundo, y la reforma de ella no solo cobija los aspectos de la investigación y juzgamiento de los magistrados y del Fiscal General, sino muchos otros, y muy difíciles temas que, por su misma naturaleza, exceden y pasan de largo el delimitado campo del trámite legislativo rápido previsto en materia de paz con dicha organización guerillera.
Pero además, mirado el contenido del improvisado proyecto gubernamental, no podemos menos de recordar y advertir que ya la Corte Constitucional declaró la inexequibilidad del Tribunal o Comisión de Aforados aprobado por el Congreso en 2015, por sustituir la Constitución.
Entre otros argumentos, sostuvo la Corte en la Sentencia C-373 del 13 de julio de 2016:
“En las condiciones anotadas, el nuevo régimen impide que en los procesos de acusación y juzgamiento de magistrados se efectúen valoraciones asociadas a la estabilidad de las instituciones, a la protección del régimen constitucional o, en suma, al bien común y, por lo tanto, a diferencia del esquema diseñado por el Constituyente originario, la acusación y el juzgamiento por la comisión de delitos comunes o de delitos cometidos en el ejercicio de las funciones solo puede tomar en consideración el régimen sancionatorio correspondiente, mas no razones vinculadas al bien común, con lo que se opera un cambio en el parámetro de valoración de la conducta de los aforados.
Como consecuencia de lo precedente, la fuente de legitimidad prevista para la remoción y sanción de los integrantes de las corporaciones que conforman el vértice del poder judicial fue trasladada de un órgano elegido popularmente, radicándola en un organismo nuevo carente de legitimación democrática directa, de donde se desprende que el Acto Legislativo No. 02 de 2015 permite que los funcionarios que en el vértice representan el poder judicial, como órganos de cierre, puedan ser removidos por cuerpos no elegidos por el pueblo.
106.3. Adicionalmente, cabe destacar que el esquema del control inter-órganos resulta variado al privar a uno de los poderes de una facultad que le correspondía según el sistema de separación, trasladándola a otros de índole y composición diferente. En efecto, en lo relativo a la acusación el Congreso de la República pierde toda participación y, por ello, la intervención de la Corte Suprema de Justicia ya no está precedida por la decisión de acusar que tenía a su cargo el Congreso, lo cual equivale a un cambio en el régimen de controles inter-órganos establecido en la Constitución de 1991.
106.4. En suma, la reforma de equilibrio de poderes establece una instancia ad hoc de investigación y acusación, cuyos únicos destinatarios son los funcionarios que integran la cúpula de la Rama Judicial, pues quedan sometidos a la investigación y acusación de la Comisión de Aforados, siendo del caso destacar que a los Magistrados de las Altas Cortes y al Fiscal General de la Nación se les sustrae de un régimen que compartían con el Presidente de la República, a quien se le conserva el sistema de investigación y acusación contemplado en la versión original de la Carta de 1991, del que ahora, junto con el Presidente, también son beneficiarios los Miembros de la Comisión de Aforados.
En efecto, el artículo 7 del Acto Legislativo No. 02 de 2015 modificó el artículo 178-3 superior, atribuyéndole a la Cámara de Representantes la competencia para “Acusar ante el Senado, previa solicitud de la Comisión de Acusación de la Cámara de Representantes, cuando hubiere causas constitucionales, al Presidente de la República o quien haga sus veces y a los miembros de la Comisión de Aforados”, mientras que el artículo 5 de la reforma de equilibrio de poderes le asignó al Senado el conocimiento “de las acusaciones que formule la Cámara de Representantes contra el Presidente de la República o quien haga sus veces y contra los miembros de la Comisión de Aforados, aunque hubieren cesado en el ejercicio de sus cargos”, supuesto este último en el que “será competente para conocer los hechos u omisiones ocurridos en el desempeño de los mismos”.
(…)
107. Al confrontar el régimen establecido en la Constitución de 1991 con las modificaciones introducidas por el Acto Legislativo No. 02 de 2015, lo primero que se destaca es la creación de la Comisión de Aforados como organismo nuevo llamado a actuar en un trámite antes confiado al Congreso de la República merced a una repartición de competencias entre la Cámara de Representantes y el Senado de la República, distribución competencial de conformidad con la cual, en términos generales, a la Cámara le correspondía investigar y acusar, en tanto que el Senado conocía de las acusaciones y, en los casos específicamente previstos, intervenía la Corte Suprema de Justicia para desarrollar el juicio penal a que hubiere lugar.
108. En el panorama brevemente esbozado, sin mayor esfuerzo se alcanza a percibir que el adelantamiento del control que recae sobre los Magistrados de las Altas Cortes y el Fiscal General de la Nación se había encomendado, exclusivamente, a órganos constitucionales pertenecientes a las tradicionales ramas del poder público y, en particular, al Congreso, cuya participación se confiaba a sus dos cámaras, y en los supuestos que lo ameritaran se preveía la intervención de la Corte Suprema de Justicia, sin que pueda pasarse por alto que los funcionarios investigados y eventualmente acusados ocupan las más altas posiciones en órganos constitucionales de la cúpula de la Rama Judicial del Poder Público.
109. En un escenario en el que la actuación estaba encomendada e involucraba de modo exclusivo a órganos constitucionales de las ramas del poder público, se suscita un interrogante relativo a las condiciones de la nueva Comisión de Aforados para desplazar a la Cámara de Representantes en las atribuciones de investigación y acusación y para obrar sobre los Magistrados de las Altas Cortes y el Fiscal General de la Nación en cuanto miembros de órganos constitucionales del poder judicial.
Tratándose de un control inter-órganos desarrollado por las más altas instancias de las ramas del poder público y que compromete a funcionarios aforados por ocupar también esa elevada posición, la Corte observa que el Acto Legislativo No. 02 de 2015 al introducir la Comisión de Aforados en la Constitución no la adscribió a ninguna de las ramas del poder público, por lo cual no puede calificársele como legislativa o como perteneciente al poder judicial, pese a que se le atribuyen funciones que, sin desconocer las connotaciones políticas del juicio, también han sido ampliamente reconocidas como judiciales, conforme se expuso al fijar la premisa mayor.
En efecto, el artículo 8 de la reforma de equilibrio de poderes se limita a crear la Comisión de Aforados y al revisar las disposiciones constitucionales en las que el Constituyente de 1991 se refirió a la composición de cada una de las tres ramas del poder público, se observa que el artículo 114 conserva su redacción de siempre, al señalar que el Congreso está integrado por el Senado y la Cámara de Representantes, que lo mismo sucede con el artículo 115 cuando prevé que el Presidente de la República es Jefe del Estado, Jefe del Gobierno y Suprema autoridad administrativa y con el artículo 116 que conserva la referencia expresa a la Corte Constitucional, la Corte Suprema de Justicia, el Consejo de Estado, el Consejo Superior de la Judicatura y la Fiscalía General de la Nación como administradores de justicia, junto con los tribunales, los jueces y la Justicia Penal Militar.
Ya se ha señalado que, en razón de la diversificación de los fines y actividades del Estado, los órganos pertenecientes a las ramas del poder público comparten espacio con otros que no hacen parte de ellas y que igualmente han sido establecidos en la Constitución y están llamados a la colaboración armónica, sin que ello suponga que estos otros órganos, por su sola presencia en la Constitución, sean órganos constitucionales en el sentido que aquí se le ha dado a esa expresión. Que lo sean o no depende del alcance de la respectiva regulación constitucional, siendo importante destacar ahora que el Congreso de la República, las Altas Cortes y la Fiscalía General de la Nación son órganos constitucionales por haberlo decidido así el Constituyente originario.
110. Sin embargo, dejando en claro el status de órganos constitucionales que, según el esquema original de la Constitución de 1991, tienen los órganos encargados de la investigación y juzgamiento de los funcionarios que representan a otros órganos constitucionales, la Corte considera que ahora no se trata de averiguar si la nueva Comisión de Aforados accede o no a ese status, ya que para determinar si se ha configurado una sustitución de la Carta tal indagación no es indispensable, pues el foco de la comparación radica en examinar la incidencia de esa Comisión en las relaciones que, de acuerdo con la primera versión de la Constitución de 1991, se cumplían entre órganos constitucionales de las ramas del poder público a propósito de la investigación, acusación y juzgamiento de los Magistrados de las Altas Cortes y del Fiscal General de la Nación, habida cuenta de que este control inter-órganos y el procedimiento a que da lugar también son de incuestionable raigambre constitucional.
111. Así las cosas, la innegable pertenencia de órganos constitucionales como el Congreso, las Altas Cortes y la Fiscalía General de la Nación al poder legislativo y a la Rama Judicial, respectivamente, no aparece correspondida por el Acto Legislativo No. 02 de 2015 que creó una Comisión de Aforados no perteneciente a ninguna de las ramas del poder público, motivo por el cual lo que procede ahora es recordar, para el caso de la investigación, acusación y juzgamiento de los Magistrados de las Altas Cortes y del Fiscal General de la Nación, las razones que subyacen a la distribución de competencias entre distintos órganos constitucionales, según la concepción que inspiró al Constituyente originario y, posteriormente, examinar si las transformaciones operadas por la reforma de equilibrio de poderes mantienen, mejoran o sustituyen esas razones.
112. De conformidad con el análisis que se hizo cuando se fijó la premisa mayor, habida cuenta de que los investigados acusados o juzgados son los más destacados miembros de órganos constitucionales situados en el vértice de la Rama Judicial no es irrelevante que el Constituyente originario hubiera confiado la investigación, acusación y juzgamiento a órganos constitucionales de otras ramas del poder público, dada la paridad que jurídicamente les atañe a esos órganos, en cuanto encargados de las más importantes competencias destinadas a actualizar la función básica e identificadora de cada una de las tres ramas del poder público.
De acuerdo con lo visto, la paridad jurídica de estos órganos constitucionales es característica consecuente con la independencia que las ramas, y sus respectivos órganos constitucionales, requieren para el cumplimiento de sus funciones y competencias, así como con la esencialidad o indefectibilidad de esos órganos constitucionales, importante característica que no implica exclusión de las posibilidades de reforma constitucional, pero sí especial cuidado y atención cuando haya necesidad de reformar los órganos constitucionales o las relaciones establecidas entre ellos, relaciones que, según lo examinado en esta providencia, también son parte fundamental del principio de separación de poderes como eje definitorio de la identidad de la Carta de 1991.
113. Dejando para ulterior estudio la independencia de ramas y de órganos, la Corte no abriga dudas acerca de que la creación de un organismo no perteneciente a ninguna de las ramas del poder público es inconciliable con las características de paridad y esencialidad que, siendo propias de los órganos constitucionales, presiden el diseño, aportado por el Constituyente, de las relaciones entre órganos pertenecientes a las ramas del poder público y, en especial, de las suscitadas con ocasión de la investigación, acusación y eventual juzgamiento de los Magistrados de las Altas Cortes y del Fiscal General de la Nación.
114. Esta Corporación reitera que la cuestión puesta en su conocimiento por el demandante no encuentra solución mediante la simple creación de un órgano constitucional nuevo y que, por ello, no se trata de indagar si la Comisión de Aforados tiene o no ese status, sino de destacar, de una parte, que su introducción en el ordenamiento superior rompe una paridad que estaba dada por la pertenencia a las ramas del poder público de todos los órganos encargados de la investigación, acusación y juzgamiento de los aforados y, de la otra, que la selección del órgano al cual se le confiaron determinadas competencias para llevar a cabo el mencionado control inter-órganos, lejos de obedecer a una casualidad, respondió a propósitos sopesados por el Constituyente de 1991 y que tienen una larga historia en el constitucionalismo colombiano”.
Por otra parte, en mi concepto, la reforma a la Justicia no debe ser confiada al Congreso. Allí hay muchos intereses políticos y judiciales, y todo se verá empañado por las influencias, los pactos de conveniencia y la búsqueda de impunidad para unos y otros.
La Justicia debe ser reformada, sí .y de manera urgente-, pero con un contenido integral y ante el país, por un cuerpo independiente de elección popular que estudie con seriedad, autonomía, dedicación y conocimiento, un orden normativo que contemple las distintas facetas que presenta, para una modificación integral que permita superar de verdad la enorme crisis actual de la administración de justicia.
Una sociedad sin justicia confiable, independiente y pulcra es una sociedad llamada al fracaso.
Reiteremos:
Como lo hemos venido sosteniendo, aunque no se puede confundir a las instituciones con los malos actos de algunos de sus pasajeros integrantes (que de todas maneras las perjudican, en especial frente a la confianza del ciudadano común), lo cierto es que, hoy, una reforma al sistema de administración de justicia se muestra como indispensable, toda vez que los hechos de corrupción y delito en su interior han hecho inviable la aplicación hacia el futuro de las reglas vigentes, tanto en cuanto a los procedimientos que se siguen y los criterios que se aplican para la selección de jueces, magistrados y fiscales como en lo relativo al fuero que los cobija cuando se trata de su investigación y juzgamiento en lo penal y en lo disciplinario.
Pero –digámoslo de nuevo- una reforma de semejante magnitud no se puede improvisar, como lo pretende el Ejecutivo, incluyendo -a la carrera y sin ningún debate- un artículo (o varios) en la reforma política, para que, por la vía del “Fast track” se restablezca -también a la carrera- el tribunal de aforados que previó el Acto Legislativo 2 de 2015 y que declaró inexequible la Corte Constitucional porque, en su criterio, sustituía la Carta Política y quitaba autonomía a la rama judicial.
Las cosas no son así. No se puede seguir actuando en tan delicada materia únicamente al impulso de las noticias que impactan en los medios de comunicación, ni para responder al último escándalo o a hechos de corrupción ya consumados, porque con ello no se logra sino una reforma mediocre e inane, o la casi certeza de la declaración de inexequibilidad de lo actuado, bien por los motivos ya dichos en sentencia precedente (a cuyo respecto hay cosa juzgada material) o por vicios de procedimiento en la formación del acto legislativo, dado que el trámite abreviado del “Fast track” es claramente improcedente por exceder el campo delimitado de la implementación de los acuerdos de paz.
No nos arriesguemos a un nuevo fracaso institucional. La reforma a la justicia es demasiado importante para someterla a lo que el Papa Francisco llamó “el chiquitaje”, que en esta materia sería dar un trámite de tercera o cuarta categoría a lo que debería ser de primer orden: una reforma integral, completa, realista, debatida ante el país, bien concebida, con vocación de permanencia. Una verdadera reforma, desde las bases mismas del sistema, introducida por un cuerpo independiente de origen popular.
Quien introduzca estos cambios –repetimos- no puede ser el Congreso, en razón de los muchos conflictos de intereses existentes, y porque, precisamente, uno de los grandes propósitos que busca la sociedad en cuanto a este asunto consiste en despolitizar por completo la administración de justicia. Además, no hablamos de cualquier tema de menor importancia, sino de algo que toca el corazón mismo de las instituciones y que concierne a la sociedad en su conjunto, porque toda ella es afectada cuando la justicia es utopía; cuando la estructura judicial ha sido contaminada por la corrupción; cuando las sentencias se pueden comprar; cuando , a manera de indulgencias, se venden absoluciones; cuando hay jueces dispuestos a esa venta; cuando en los administradores de justicia no hay escrúpulos, valores, ni principios; cuando todo indica que la corrupción ha minado la confianza pública en la pulcritud de los jueces.
Con todo respeto, discrepamos de la idea de continuar con el sistema según el cual los magistrados de las altas corporaciones judiciales y el Fiscal General de la Nación deben seguir siendo investigados por la Comisión de Acusaciones de la Cámara de Representantes y acusados -en su caso- por esta última ante el Senado de la República. Está probado que no funciona. Que se presta a decisiones politiqueras, a manipulaciones y al “engavetamiento” de procesos trascendentales.
Reformemos de verdad y a fondo la administración de justicia. Pensemos en grande.
Como lo expresaba quien esto escribe, en columna periodística (3), cuando sucumbe la Justicia desaparece el Estado de Derecho. Las reglas son quebrantadas; no hay valores, ni principios, ni ética. La sociedad queda desconcertada e impotente.
La crisis institucional y la pérdida de respeto al Derecho no son de estos días. Vienen de tiempo atrás. No es sino recordar el desconocimiento oficial de los resultados del plebiscito y las múltiples violaciones de la Carta Política vía “Fast track”, al aprobar actos legislativos, leyes y decretos con el pretexto de “implementar” el Acuerdo de Paz firmado con las Farc. Así que las más recientes decisiones y denuncias que por corrupción se han formulado públicamente contra ex magistrados de la Corte Suprema de Justicia, no hacen sino confirmar que la crisis institucional -y en particular la de la justicia- es todavía más profunda de lo que pensábamos, y que Colombia ha entrado en una etapa de oscuridad institucional de la cual va a ser muy difícil salir.
La crisis está tocando fondo. Lo que está pasando es muy grave, y de la crisis institucional no nos hemos levantado. Por el contrario, ella se ahonda, con gran peligro para las nuevas generaciones.
Las instituciones no están operando. Los órganos colombianos competentes “descubren” lo que pasa, no por su propia actividad sino por las investigaciones de organismos norteamericanos, como ocurrió en los casos del Fiscal “anti corrupción” y de los ex magistrados.
Hace dos años y medio estalló el escándalo relacionado con la posible conducta delictiva de un integrante de la Corte Constitucional, y no hay fallo. De modo que, en todos estos procesos -en especial cuando hay fuero- la administración de justicia es paquidérmica e ineficaz. La sociedad se queda sin información porque las noticias pasan, y se perpetúa la impunidad.
Si bien no cabe generalizar, porque sería injusto e irreal, y quedan todavía funcionarios honestos y capaces, es inobjetable que la corrupción y la politiquería se han extendido de manera alarmante en el interior del aparato de justicia y en los órganos de control.
Que se pueda comprar una reelección para cierto alto cargo –y sobre ello hay sentencia- mediante la designación -en el organismo correspondiente- de los familiares y cónyuges de quienes pueden postular y elegir, es una forma de corrupción que hace mucho daño a las instituciones.
Que magistrados declaren ante sus colegas que las decisiones en materia penal se deben adoptar con criterio político y no jurídico, resultaría inconcebible si no existieran grabaciones conocidas públicamente. Pero se trata de propuestas reales, prevaricadoras, impropias e indignas de un juez, con mayor razón si es magistrado de una alta corporación. Y lo que no sabemos es si esto se ha investigado.
Es deplorable que ya no sea la excelencia -hoja de vida limpia, formación jurídica, experiencia, mérito- el criterio de selección de los magistrados, sino que todo dependa de la conveniencia, el compromiso con causas predeterminadas, al apoyo político y el poder de manipulación sobre quienes votan para postular o elegir. Allí reside sin duda una causa del cáncer que comienza a hacer metástasis.
Se hunde el barco. ¿Podremos salvarlo?
(*) Abogado javeriano. Catedrático de Derecho Constitucional. Ex presidente de la Corte Constitucional. Autor. Ha sido Rector y Decano de Derecho en varias universidades.
- Aristóteles: ÉTICA. Madrid. 2012. Edimat Libros S.A., pág. 372
- HERNÁNDEZ GALINDO, José Gregorio: El concepto de inconstitucionalidad en el Derecho contemporáneo. Bogotá, 2013. Editorial Temis y Universidad Javeriana.
- HERNÁNDEZ GALINDO, José Gregorio: Se hunde el barco. Publicado en www.lavozdelderecho.com. Bogotá, 18 de Agosto de 2017.