Si bien eran trabajadoras conocidas de toda una vida, la discusión apareció a propósito de cuál de ellas era la más importante en el taller y debía por lo tanto quedarse con la presidencia para dirigir los debates.
El altercado se desarrolló en los siguientes términos:
El martillo fue quien dio comienzo a la pelea y con dos imponentes golpes ordenó silencio, lo que obligó a las demás herramientas -que parloteaban sin escucharse- a enmudecer asustadas. Reivindicaba la presidencia, pues consideraba que era quien debía dirigir la caja de herramientas, por ser el mejor con diferencias, ya que sus opiniones eran firmes y contundentes, saberes respecto de los cuales nadie podía albergar ninguna duda.
Sin embargo, poco a poco y superados los primeros golpes, el resto de las herramientas comenzaron a protestar y le exigieron su renuncia; ¿la causa? el martillo hacia demasiado ruido y además se pasaba todo el tiempo golpeando. Era ruidoso y machacante. Definitivamente no podía presidir la caja de herramientas.
Abrumado el martillo con la acusación, comenzó a sentirse pequeño y resolvió esconderse en un rincón para no intervenir más, no sin antes, solicitar a los presentes, que también fuera expulsado el destornillador, dado que se trataba de una herramienta que daba demasiadas vueltas para conseguir algo y ser útil. Todos gritaron que le asistía razón al martillo en solicitar esa expulsión. Avergonzado el destornillador se metió dentro de un cajón.
En ese momento dijo la lija: yo sé acabar bien las cosas que comienzo y me considero la más idónea para poner orden en la caja de herramientas. De inmediato todos vociferaron: ¡no! eres áspera en el trato diario con los demás con quienes tienes constantes fricciones.
La lija desolada se quedo quieta en la estantería desde donde hablaba, pero exigió con voz firme que fuera expulsado también el metro, porque prejuicioso como era, media todo según su propia consideración o medida, como si él fuera el único perfecto. El metro saltó de pronto a lo más alto del taller y dijo: precisamente por esa razón, es decir, por tener la forma de medir, soy el más idóneo para tomar las medidas del asunto que nos ocupa.
Todos dudaron y consideraron que tal vez, el metro tenía razón. Pero pronto comenzaron de nuevo las disputas, no podía ser creíble que alguien como el metro, pudiese ser justo.
De repente fueron interrumpidos, la puerta del taller se abrió y entró el carpintero con un trozo de madera en las manos. Todos callaron.
Se puso el delantal, buscó y reunió a todas las herramientas y comenzó su trabajo. Usó el martillo, la lija, el metro, los tornillos y otras herramientas como la sierra, el destornillador… y convirtió aquel trozo de madera en un precioso mueble. Al terminar la labor, el carpintero miró el resultado de su trabajo con satisfacción, organizó las herramientas en la caja, se quitó el delantal, salió del taller y cerró la puerta con llave. Sin embargo, las herramientas retomaron la deliberación.
Fue el serrucho el primero en hablar: ha quedado claro que todos tenemos defectos y puntos débiles, pero también virtudes y cualidades. Los primeros nos separan, las segundas nos unen y no existen dudas: es con éstas últimas que trabaja el carpintero.
Y, ante estas palabras, una sonrisa salió de todas las herramientas. La asamblea -en pleno- comprendió que no había razón para continuar peleando por la presidencia: el martillo era fuerte, el destornillador unía y aportaba sostén, la lija servía para limar las asperezas y el metro daba exactitud y precisión. Entendieron que eran un equipo capaz de producir belleza y de repente se emocionaron al ver que era una suerte poder trabajar unidos.
De esta forma, la reunión terminó y todas las herramientas se iluminaron de sonrisas, se miraron con complicidad y reconocieron el valor que cada uno de ellos aportaba para la elaboración de preciosos muebles.