LITERATURA Y DERECHO. Los Miserables de Víctor Hugo

05 Feb 2014
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Trascribimos a continuación una bella reflexión sobre la distancia, que en ocasiones la realidad nos presenta, entre la ley y la justicia, y que se encuentra en una de las grandes obras maestras de la literatura universal: Los Miserables”, de Víctor Hugo.
 
 
 
Se trata de la encrucijada en la que se encuentra el inspector Javert justo al final de su “cacería humana”, después de años dedicados a perseguir al prófugo de la justicia Juan Valjean, quien al salvar la vida del inspector, acaba de darle la más extraordinaria y conmovedora lección de nobleza humana, de perdón y de generosidad. Javert, el obediente y ciego esclavo de la ley, no comprende cómo los hechos no cumplieron con su deber, esto es, en sus palabras, el de limitarse únicamente a ser las pruebas de la ley.
 
 
 
 
 
“(…) Cuando encontró tan inesperadamente a Juan Valjean en el ribazo del Sena, hubo en él algo del lobo que recupera su presa y del perro que vuelve a encontrar a su amo.
 
 
 
Veía ante sus ojos dos caminos, ambos igualmente rectos; pero eran dos los que veía, y esto le aterraba, a él que no había conocido en toda su vida más que una línea recta. Y, ¡terrible angustia!, estos dos caminos eran opuestos. Una de estas dos sendas excluía a la otra.
 
 
 
¿Cuál de las dos sería la verdadera?
 
 
 
Su situación sería inexplicable.
 
 
 
Deber la vida a un malhechor, aceptar esta deuda y reembolsarla, hallarse, a pesar de sí mismo, colocado en el mismo plano que un desertor de presidio, y pagarle un servicio con otro servicio; “Vete”, y decirle a su vez: “Recobra tu libertad”; sacrificar a motivos personales el deber, esta obligación general también, tal vez superior; hacer traición a la sociedad para ser fiel a su propia conciencia; que todos estos absurdos se realizaran y que se acumularan sobre él mismo, era lo que le abatía y le humillaba.
 
 
 
Una cosa le había extrañado mucho: que Juan Valjean le hubiera perdonado; otra cosa le petrificaba en este momento: que él, Javert, hubiese perdonado a Juan Valjean.
 
 
 
¿En dónde se hallaba, pues? Buscábase a sí mismo y ya no se encontraba.
 
 
 
¿Qué hacer ahora? Entregar a Juan Valjean, estaba mal hecho; dejar libre a Juan Valjean, malo también.
 
 
 
En el primer caso el hombre de la autoridad caía más bajo que el hombre del presidio; en el segundo, un presidiario ascendía más alto que la ley y ponía el pie sobre ella.
 
 
 
En ambos casos resultaba un deshonor para él.
 
 
 
En todos los partidos que podía tomar había un tropiezo.
 
 
 
El destino tiene ciertas extremidades perpendiculares o a pico sobre el imposible, y más allá de las cuales la vida no es más que un precipicio. Javert se encontraba en uno de estos extremos.
 
 
 
Una de sus mayores angustias consistía en verse obligado a pensar. La misma violencia de todas estas emociones contradictorias le forzaba a ello. Pensar, cosa inusitada para él y extraordinariamente dolorosa.
 
 
 
Hay siembre en el pensamiento cierta dosis de rebelión interna, y él se irritaba al sentir esto en su interior.
 
 
 
En cualquier asunto que fuese, fuera del estrecho círculo de sus funciones, el pensamiento habría sido para él, en todas las circunstancias, una inutilidad y una fatiga; pero el pensamiento sobre la jornada que acababa de pasar era un tormento. Y, no obstante, es preciso mirar en su conciencia, después de tales conmociones, y rendirse cuenta a sí mismo.
 
 
 
Lo que acababa de hacer le estremecía. Había encontrado bien el decidir, contra todos los reglamentos de policía, contra toda organización social y judicial, contra todo el código, una liberación de tal naturaleza; aquello le había convenido a él; había sustituido el interés público por su propio interés, ¿no era esto algo incalificable?
 
 
 
Cada vez que miraba de frente aquella acción sin nombre que había cometido, temblaba de pies a cabeza.
 
 
 
¿Qué resolución tomar al fin?
 
 
 
Un solo recurso le quedaba: volver inmediatamente a la calle del Homme-Armé, y llevarse a la cárcel a Juan Valjean. Era evidente que esto es lo que debía hacer. Pero le era imposible.
 
 
 
Algo le obstruía el camino por aquel lado.
 
 
 
¿Algo? ¿Qué? ¿Es que por ventura hay en el mundo otra cosa que los tribunales, las sentencias ejecutoriadas, la policía y la autoridad? Javert estaba trastornado.
 
 
 
¡Un presidiario sería, pues, un objeto sagrado! ¡Un galeote inaccesible a la justicia! ¡Y todo esto por obra de Javert!
 
 
 
Que Javert y Juan Valjean, el hombre hecho para atormentar y el hombre hecho para sufrir los tormentos, que estos dos hombres, ambos objeto e instrumento de la ley, hubiesen llegado hasta el punto de colocarse los dos sobre la ley, ¿no era algo espantoso?
 
 
 
¡Cómo! ¿Sucederían tales enormidades y nadie sería castigado? ¡Juan Valjean, más fuerte que todo el orden social entero, quedaría libre, y él, Javert, continuaría comiendo el pan del gobierno!
 
 
 
(…)
 
Juan Valjean le desconcertaba. Todos los axiomas que le habían servido de punto de apoyo durante su vida, se venían abajo ante aquel hombre. La generosidad de Juan Valjean para con él, para con Javert, era algo que le abrumaba (…).
 
 
 
Javert sentía penetrar en su alma una cosa horrible, la admiración por un presidiario. ¿Pero es posible acaso el respeto a un presidiario? Solamente con pensarlo temblaba, y no podía sustraerse a esta idea.
 
 
 
Por más esfuerzos que hacía, veíase reducido a confesar en su fuero interno la sublimidad de aquel miserable. Y esto le parecía odioso.
 
 
 
Un malhechor benéfico, un galeote compasivo, afable, clemente, caritativo, que devuelve bien por mal, el perdón por el odio, que prefiere la piedad que la venganza, otando más bien por perderse que por perder a su enemigo, salvando al que le ha perseguido y castigado, arrodillado en la cumbre de la virtud, más próximo al ángel que al hombre. Javert se veía forzado a confesar que existía tal monstruo.
 
 
 
Aquello no podía seguir así.
 
 
 
Ciertamente, y nosotros insistimos en ello, no se había rendido sin resistencia a aquel monstruo, a aquel ángel infame, a aquel héroe horrible, de quien estaba casi tan indignado como estupefacto. Veinte veces, cuando estaba dentro de aquel coche frente por frente a Juan Valjean, el tigre legal había rugido en él. Veinte veces había tenido tentaciones de lanzarse sobre Juan Valjean, de agarrarle y devorarle, es decir, de arrojarle a un calabozo.
 
 
 
¿Había, en efecto, nada más sencillo? Gritar al primer cuerpo de guardia frente al cual hubiesen pasado: -¡He aquí un desertor de presidio!; llamar a los gendarmes y decirles: -¡Este hombre os pertenece!, y en seguida marcharse, dejar allí aquel condenado, ignorar todo lo demás, y no volverse a ocupar de él. Aquel hombre sería para siempre prisionero de la ley; la ley debía hacer con él lo que quisiera.
 
 
 
¿Hay nada más justo?
 
 
 
Javert se había dicho todo esto; había querido pasar por encima de todo, obrar, detener a aquel hombre; pero entonces, como ahora, le fue imposible hacerlo; y cada vez que su mano se había levantado convulsivamente hacia el cuello de Juan Valjean, había vuelto a caer como bajo un peso enorme, mentras oía allá en el fondo de su pensamiento una voz extraña que le gritaba: -Está bien. Entrega a tu salvador. En seguida, haz que te traigan la jofaina de Poncio Pilatos, y lávate las garras.
 
 
 
Su reflexión caía después sobre sí mismo, y al lado de Juan Valjean engrandecido, veíase él, Javert, degradado.
 
 
 
¡Un galeote era su bienhechor!
 
 
 
Pero también, ¿por qué había permitido aquel hombre que le dejara vivir? En aquella barricada tenía derecho a que le mataran. Habría debido hacer uso de este derecho.
 
 
 
Llamar a los otros insurrectos en su auxilio contra Juan Valjean, hacerse fusilar por la fuerza hubiera sido mucho mejor.
 
 
 
La angustia suprema que experimentaba, era la desaparición de toda certidumbre. Sentíase desarraigado y exterminado. El código ya no era más que un tarugo de madera en su mano. Veíase asaltado por escrúpulos de una especie desconocida. Hacíase en él una revelación sentimental enteramente distinta de la afirmación legal que había sido su única medida hasta entonces. Permanecer en la antigua honradez, no le bastaba ya.
 
 
 
Todo un orden de hechos inesperados surgía y le subyugaba.
 
 
 
Todo un nuevo mundo aparecía en su alma: el beneficio aceptado y devuelto, la abnegación, la misericordia, la indulgencia, las violencias hechas por la piedad a la austeridad, la acepción de personas, no más reprobación definitiva, no más condenación, la posibilidad de una lágrima en los ojos de la ley, y cierta especie de justicia, según Dios, que va en sentido inverso de la justicia según los hombres.
 
 
 
Percibía en las tinieblas el orto pavoroso de un sol moral desconocido que le causaba a la vez horror y deslumbramiento.
 
 
 
El búho se veía obligado a lanzar miradas de águila.
 
 
 
Decíase que, en efecto, era cierto, que había sus excepciones, que la autoridad podía obrar turbada y desconcertada, que la regla podía hallarse cortada en presencia de un hecho, que todo no se encerraba en el texto del código, que lo imprevisto se hacía obedecer, que la virtud de un presidiario podía tender un lazo a la virtud de un fucionario, que lo monstruoso podía ser divino, que el destino tenía emboscadas de esta naturaleza, y recordaba con desesperación que él mismo no había estado al abrigo de una sorpresa.
 
 
 
Veíase forzado a reconocer que la bondad existía, que aquel presidiario había sido bueno, y que él mismo cosa inaudita, acababa de ser bueno también. Luego se iba él ya depravando.
 
 
 
Se creía cobarde. Horrorizábase de sí mismo.
 
 
 
El ideal, para Javert, no era el ser humano, el ser grande, el ser sublime; era el ser irreprochable. Por consiguiente, acababa de prevaricar.
 
 
 
¿Cómo había llegado a tal situación? ¿Cómo había pasado todo esto? No hubiera podido explicárselo a sí mismo.
 
 
 
Cogíase la cabeza con ambas manos; pero por más que hacía no lograba encontrar una explicación.
 
 
 
Ciertamente, tuvo siempre intención de entregar a Juan Valjean, en manos de la ley, de la cual aquél era cautivo, y él, Javert, era esclavo.
 
 
 
Mientras le tuvo en su poder, no se le ocurrió ni un solo instante que tuviera el pensamiento de dejarle marchar libre.
 
 
 
Hasta cierto punto fue, sin saberlo él mismo, abrir su mano y soltarle.
 
 
 
Ante sus ojos relampagueaban numerosos puntos interrogantes de toda especie. Dirigíase ciertas preguntas, y se hacía las respuestas correspondientes, pero estas respuestas le asustaban. Preguntábase: ese presidiario, ese desesperado, a quien yo he perseguido hasta atormentarle, y que me ha tenido bajo las plantas de sus pies, que podía vengarse, y hasta debía hacerlo, tanto por su odio cuanto por su propia seguridad, al dejarme la vida, al perdonarme, ¿qué ha hecho? Su deber.
 
 
 
No. Algo más que esto. Y yo, perdonándole a mi vez, ¿qué he hecho? Mi deber. No. Algo más que esto.
 
 
 
¿Luego hay algo que es más que el deber? Al llegar aquí se asustaba; su balanza se dislocaba; uno de los dos platillos caía en el abismo; el otro ascendía al cielo, y Javert no tenía menos pavor del que estaba arriba que del que estaba abajo. Sin ser ni con mucho lo que llaman volteriano, filósofo, o incrédulo, sino, al contrario, respetuoso, por instinto, para con la iglesia establecida, él no la conocía más que como un fragmento augusto del conjunto social; su dogma era el orden material, y con esto le bastaba. Desde que tuvo edad de hombre y de funcionario, la policía era casi toda su religión, siendo, y nosotros empleamos aquí las palabras sin la menor ironía y en su más formal acepción, siendo, como hemos dicho en otra ocasión, espía con la misma buena fe y recta conciencia con que el sacerdote es sacerdote.
 
 
 
Tenía un superior, M. Gisquet, y hasta este día no había pensado nunca en este otro superior, Dios.
 
 
 
Este nuevo jefe, Dios, le sentía inopinadamente, y le molestaba bastante.
 
 
 
Estaba desorientado por aquella presencia inesperada; no sabía qué hacer de este superior, él, que no ignoraba que el subordinado debe inclinarse y someterse siempre, que ni debe desobedecer, ni vituperar, ni discutir, y que, ante un superior que le asuste demasiado el inferior no tiene más recurso que su dimisión. Pero ¿cómo arreglarse para presentar su dimisión a Dios?
 
 
 
De todos modos, y siempre volvía a esto, había un hecho que, para él, los dominaba a todos, a saber: que acaba de cometer una espantosa infracción. Acaba de cerrar los ojos sobre un condenado reincidente y desertor de presidio. Acababa de dar libertad a un galeote. Acababa de robar a las leyes un hombre que le pertenecía. ¡Y era él quien había hecho todo esto! Ya no se sorprendía, no estaba seguro de ser el mismo hombre. Le faltaban hasta las razones de sus propios actos, no quedándole más que el vértigo.
 
 
 
Hasta este momento había vivido de esa fe ciega que engendra la probidad tenebrosa. Esta fe le abandona, esta probidad se alejaba de él. Todo cuanto había creído se disipaba. Ciertas verdades, que no quería para nada, le asediaban inexorablemente.
 
 
 
Era menester en lo sucesivo ser ya otro hombre. Sufría los extraños dolores de una conciencia bruscamente operada de la catarata. Veía lo que le repugnaba ver. Sentíase gastado, inútil, dislocado de su vida pasada, destituido, arruinado.
 
 
 
La autoridad estaba muerta en él. Ya no tenía razón de ser. ¡Situación terrible!: estar conmovido.
 
 
 
¡Ser de granito, y dudar! ¡Ser la estatua del castigo, fundida en una sola pieza en el molde de la ley, y notar de pronto que se tiene bajo su tetilla de bronce cierta cosa absurda y desobediente que casi se asemeja a un corazón! ¡Llegar a devolver bien por bien, aunque se haya dicho hasta este día que aquel bien es mal! ¡Ser el perro de presa, y lamer! ¡Ser el hielo, y derretirse! ¡Ser la tenaza, y convertirse en una mano! ¡Sentir de repente que los dedos se abren, y soltar la presa! ¡Algo espantoso!
 
 
 
¡El hombre-proyectil, no sabiendo ya su ruta y retrocediendo! ¡Verse obligado a confesar a sí mismo: que la infalibilidad no es infalible, que puede haber error en el dogma, no está dicho cuanto un código ha hablado, la sociedad no es perfecta, la autoridad está complicada de vacilación, que son posibles las conmociones en lo inmutable, los jueces son hombres, la ley puede equivocarse, los tribunales pueden incurrir en error! ¡Ver una hendidura en el inmenso cristal azul del firmamento!
 
 
 
Lo que pasaba en Javert era el Fampoux de una conciencia ectilínea, el descarrilamiento de un alma, el aplastamiento de una probidad irresistiblemente lanzada en línea recta y estrellándose en Dios.
 
 
 
¡Era en verdad extraño que el fogonero del orden, el maquinista de la autoridad, montado en el ciego caballo de hierro, de huella indefectible, de vía rígida, pudiera ser desarzonado por un rayo de luz, que lo imperturbable, lo directo, lo correcto, lo geométrico, lo pasivo, lo perfecto, pudiera doblegarse, que hubiera para la locomotora un camino de Damasco!
 
 
 
Comprendía Javert a Dios, siempre dentro del hombre, conciencia verdaderamente refractaria a la falsa conciencia, prohibición la chispa de extinguirse, orden al rayo luminoso de acordarse del sol, prescripción al alma para reconocer el verdadero absoluto cuando este se confronta con el absoluto ficticio; la humanidad imperdible; el corazón humano inadmisible; este espléndido fenómeno, el más bello tal vez de nuestros prodigios interiores, ¿le comprendía Javert? ¿le penetraba Javer? ¿Dábase Javert cuenta de él?
 
 
 
Es evidente que no.
 
 
 
Pero bajo la presión de este hecho tan incomprensible como incontestable, sentía entreabrírsele el cráneo.
 
 
 
Era más bien la víctima que el transfigurado de este prodigio, y lo sufría, exasperado.
 
 
 
No veía en todo esto que un inmenso obstáculo opuesto a su existencia. Parecíale que su respiración estaba ya obstruida para siempre.
 
 
 
Tener sobre su cabeza lo desconocido; no estaba habituado a nada de esto.
 
 
 
Hasta entonces, todo lo que tenía sobre sí había ofrecido a su mirada una superficie neta, sencilla y clara. Allí no existía para él nada ignorado, nada oscuro, nada que no fuese definido, coordinado, encadenado, preciso, exacto, circunscrito, limitado, firme; todo previsto; la autoridad era una cosa plana; para ella, toda caída o tropiezo, todo vértigo era un imposible.
 
 
 
Javert no había visto nunca lo desconocido más que hacia abajo. Lo irregular, lo inesperado, la desordenada apertura del caos, el posible desliz en un precipicio, era obra de esas regiones inferiores, de los rebeldes, de los malos, de los miserables. Ahora Javert se inclinaba hacia atrás, miraba a las alturas, y se hallaba bruscamente despavorido en presencia de esta aparición inaudita: un abismo allá arriba.
 
 
 
¡Cómo! ¡Hallarse demolido, derrocado de pies a cabeza! ¡Verse desconcertado absolutamente! ¿Y en qué habría ya de fiarse? ¡Aquello de que estaba íntimamente convencido se desmoronaba!
 
 
 
¡Cómo! ¡El punto débil de la sociedad podía ser encontrado por un miserable magnánimo! ¡Cómo! ¡Un honrado servidor de la ley podía verse de repende cogido entre dos crímenes, el crimen de dejar escapar a un hombre, y el crimen de detenerle! ¡No todo era cierto en la consigna dada por el Estado al funcionario! ¡Podía haber en el deber sendas sin salida!
 
 
 
¡Cómo, pues! ¡Todo eso era realmente efectivo! ¿Era cierto que un antiguo bandido, agobiado bajo el peso de las condenas, pudiera erguirse y acabar por tener razón? ¿Era eso creíble?
 
 
 
¿Luego había casos en que la ley debía retirarse ante el crimen transfigurado, formulando balbuciente sus excusas?
 
 
 
¡Sí, todo esto era exacto! ¡Javert lo veía! ¡Lo palpaba! Y no sólo no podía negarlo, sino que tomaba parte de ello. En efecto, eran realidades. ¡Era abominable que los hechos reales pudiesen llevar a tal deformidad!
 
 
 
Si los hechos cumplieran con su deber, se limitarían a ser únicamente las pruebas de la ley; los hechos, Dios es quien los envía. ¿Iba ahora a descender la anarquía de lo alto?
 
 
 
Así pues –y en el acrecentamiento de la angustia, y en la ilusión óptica de la consternación- todo cuanto hubiese podido restringir y corregir su impresión se borraba, y la sociedad, y el género humano, y el universo entero se resumían ya a sus ojos en un sencillo y terrible contorno-, así pues, la penalidad, la cosa juzgada, la fuerza debida a la legislación, las decisiones de las cortes soberanas, la magistratura, el gobierno, la prevención y la represión, la sabiduría oficial, la infalibilidad legal, el principio de autoridad, todos los dogmas sobre los cuales reposa la seguridad política y civil, la soberanía, la justicia, la lógica que emana del código, el absoluto social, la verdad pública, todo esto no sería ya sino un montón de escombros y de ruinas, el caos; y él mismo, Javert, el vigilante del orden, la incorruptibilidad puesta al servicio de la policía, la providencia-alano de la sociedad, vencido y aterrado y sobre todas estas ruinas un hombre de pie, con el gorro verde en la cabeza y la aureola en la frente.
 
 
 
He aquí a qué trastorno había llegado; he aquí la visión espantosa que tenía en el alma.
 
 
 
¿Y era aquello soportable? No.
 
 
 
Era sumamente violento. No había más que dos maneras de salir de esta grave dificultad. Una, ir resueltamente en busca de Juan Valjean y meter en el calabozo al hombre del presidio. La otra….”
 
 
 
La otra salida, y  finalmente por la que optó el inspector, fue la del suicidio, arrojándose a las aguas del Sena, “y sólo la sobra guardó el secreto de las convulsiones de aquella forma oscura desaparecida bajo el agua[1](1).

Foto de: queseancentradas.wordpress.com
Fuente: Revista de Temas Constitucionales "Elementos de Juicio" N° 9 Páginas425-433.
 
 
 
 


[1] (1) P 1627.
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