En 1994, la Corte Constitucional -adoptando una posición que respeto pero en torno a la cual salvé mi voto como Magistrado- declaró que era inexequible la penalización del consumo mínimo de estupefacientes, por violar el derecho al libre desarrollo de la personalidad (art. 16. C.P.).
Hoy el Presidente Uribe propone con razón que tal norma se vuelva a consagrar, en defensa de la juventud y de la sociedad.
La propuesta es buena en sí misma, independientemente de que se formule en medio de una campaña electoral sui generis en que el jefe del Estado es a la vez candidato.
No fui partidario de la figura de la reelección, ni estoy de acuerdo con la reelección del actual Presidente, pero debo decir que en esta materia me identifico con él totalmente. Alguien tiene que asumir esa responsabilidad y enarbolar esa bandera.
Desde el punto de vista constitucional, resulta equivocada la fundamentación de la Corte, ya que el libre desarrollo de la personalidad no puede consistir en degradarse, y menos en transmitir los efectos del consumo de drogas a la familia cercana y a la comunidad a través de la violencia, como es usual entre los drogadictos.
El derecho en referencia, que consiste en la posibilidad de cada uno de resolver sobre el derrotero de su propia vida sin intervención ni interferencia de otros -y menos del Estado-, se traduce en autonomía en las distintas facetas de la actividad humana, pero no puede concebirse como absoluto. Es relativo, y encuentra límites derivados de la necesaria convivencia entre las personas.
Por definición, el individuo dominado por la droga y dependiente de ella pierde por esa misma causa su propia personalidad. Se desdibuja y se diluye como persona. Carece de dominio sobre su mente y se autodestruye.
¿ Essu problema? Eso dice la sentencia de la Corte Constitucional, pero la realidad es la contraria. Es el problema de la comunidad en la cual está inserto el drogadicto. Esa que sufre día a día sus ataques, su violencia, su búsqueda insaciable de los barbitúricos que lo embrutecen. La sociedad que sufre y paga los daños ocasionados por la extensión constante del consumo de sustancias sicotrópicas.
Se equivoca la Corte cuando supone que este es sólo un asunto del consumidor y de su intimidad. Su dosis personal no lo afecta únicamente a él; cada vez que la consume daña y ofende a la sociedad; los demás -cuyos derechos son protegidos expresamente por el artículo 16 de la Constitución, que consagra el derecho al libre desarrollo de la personalidad- son necesariamente atropellados por el drogadicto, como lo demuestran los hechos en Colombia y en el mundo; y el orden público -también mencionado en la norma como intangible ante el libre desarrollo de la personalidad- se afecta y resquebraja de manera innegable.
Ojala la propuesta de Uribe se cristalice, con independencia de los resultados electorales.