En reportaje a “El Nuevo Siglo”, el exalcalde de Bogotá Enrique Peñalosa ha denunciado que el Presidente de la República, así como hizo campaña en el Congreso para que se aprobara el Acto Legislativo sobre reelección para el período inmediato, la está haciendo ahora ante los magistrados de la Corte Constitucional para que declaren la exequiblidad de dicho Acto.
A lo anterior se añade la invitación oficial a los miembros de la Corte para acompañar al Presidente a Europa, y también se ha dicho en estos días que algunas decisiones oficiales en materia burocrática respecto de una persona vinculada por parentesco a uno de los magistrados de la Corte tienen el mismo origen, lo que muestra que la advertencia de Peñalosa tiene algún sustento, y que posiblemente ciertos funcionarios suponen que lograrán un fallo favorable mediante halagos y estímulos de carácter personal.
Conociendo a los integrantes de la Corporación y los antecedentes que ella puede exhibir sobre su comportamiento desde cuando fue instalada el 16 de febrero de 1992 -que ha sido de total independencia frente a los distintos gobiernos-, así como el carácter insobornable de su actividad, pensamos que están muy despistados quienes así razonan, y que desconocen por completo cómo opera el sistema de control de constitucionalidad.
Es descabellado partir del supuesto de la vulnerabilidad de los magistrados a ese tipo de incentivos, y pretender que decidirán favorablemente con base en las atenciones que les puedan brindar desde el Ejecutivo. Ello significa, por definición, una enorme falta de respeto y -lo que es más grave-, la tácita convicción de que los jueces constitucionales están dispuestos a prevaricar.
La garantía esencial del Estado de Derecho radica, por el contrario, en la certidumbre de toda la comunidad sobre la independencia e imparcialidad de los tribunales, que en el cumplimiento de su función únicamente tienen compromiso con la Constitución, con la ley, con la justicia y con la verdad.
Los procesos judiciales se adelantan -y así debe ser- dentro de lineamientos trazados por normas jurídicas anteriores y públicas, y las resoluciones que les ponen fin responden, o deben responder, al examen objetivo de los hechos cotejados con esa normatividad, de modo que todo influjo ajeno al debate jurídico, al razonamiento y a la evaluación imparcial del juez, con la pretensión de que éste desvíe su fallo por motivaciones diversas a su sagrada misión de administrar justicia, es, en sí mismo, ilícito.
Inclusive, la sola insinuación de que tal actitud manipuladora pueda encontrar terreno propicio en el ánimo del juez o magistrado representa grave ofensa para su dignidad y deplorable criterio acerca del funcionamiento de la Rama Judicial, particularmente si proviene de autoridades públicas.
Si en el Gobierno están pensando en usar mecanismos de convicción extrajurídicos con los magistrados de la Corte en este o en cualquier otro proceso, ya pueden ir desencantándose, pues quienes la conocemos tenemos la seguridad de su plena autonomía. Ella opera en una dimensión totalmente diferente, en la cual no tienen cabida ni los halagos, ni las presiones, ni las amenazas.